EL ESTADO CATÓLICO COMO EXIGENCIA INELUDIBLE
DERIVADA DE LA FE CRISTIANA
José María Permuy Rey
(Artículo publicado en Altar Mayor. Nº 70. Enero 2001)
Según
la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la
Iglesia Católica, toda sociedad ‑y
el Estado lo es‑ está obligada a observar unos deberes morales para con la
religión verdadera y la única Iglesia de Cristo.
Estos
deberes, según la doctrina tradicional reafirmada por el Concilio, son:
"1)La
profesión pública y no sólo privada de la religión del pueblo.
2)La
inspiración cristiana de la legislación.
3)La
defensa del patrimonio religioso del pueblo contra cualquier asalto de quien
quisiera arrancarle el tesoro de su fe y de su paz religiosa".
En
1973 y en 1988 (entre otras ocasiones), Monseñor Guerra Campos, obispo de
Cuenca, recordaba la vigencia de dichos deberes, los cuales clasificaba en dos
grupos:
"Primero,
en relación directa con el orden espiritual:
a)dar
culto a Dios;
b)favorecer
la vida religiosa de los ciudadanos;
c)reconocer
la presencia de Cristo en la historia y la misión de la Iglesia instituida por
Cristo.
Segundo:
en relación directa con el orden temporal, inspirar la legislación y la acción
de gobierno en la ley de Dios propuesta por la Iglesia".
Pues
bien, cuando tal deber moral, "la sociedad lo inscribe como compromiso en
su ley fundamental (según corresponde a un estado de derecho) ya tenemos el
núcleo de lo que se llama <<confesionalidad>>".
La
confesionalidad puede definirse como el compromiso público y formal de una
sociedad de rendir culto público al verdadero Dios, y de ajustar sus normas e
inspirar su acción de gobierno por la moral cristiana, tal y como la Iglesia
Católica nos la presenta.
Estado
confesional será, pues, aquel que dé culto a la Santísima Trinidad y reconozca
la Ley de Dios, tal como la enseña la Santa Madre Iglesia, como instancia
jurídica suprema, inviolable e inmutable.
En
palabras del cardenal Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe, "mientras exista un consenso social sobre el hecho de
que los valores fundamentales del cristianismo constituyen también una premisa
para la legislación, se puede mantener un vínculo relativamente estrecho entre
Estado, Sociedad e Iglesia, que tiene sentido y no se contrapone a la libertad
de religión".
Conviene
aclarar también, para evitar equívocos, qué no debe entenderse por
confesionalidad, ya que "la reticencia existente respecto del término
confesionalidad se debe a que ha sido erróneamente equiparada a cosas muy
diferentes. La realidad que nombramos como confesionalidad no es lo que a veces
‑muy a menudo‑ se piensa.
Confesionalidad
no es la persecución o discriminación de los no católicos.
Tampoco
es la imposición coercitiva de prácticas de culto y piedad a todos los fieles.
Ni
es la entrega del poder civil al clero.
Ni
se ha de identificar con la exclusividad de una opción política impuesta a
todos los católicos, como cuando se les ha instado a la unión contra una
política gravemente mala.
Ni
hay por qué pensar que la confesionalidad implica que la Iglesia apruebe y
avale a priori todos los actos y pormenores de la sociedad que se profesa
oficialmente católica, que no por eso dejan de ser mejorables, discutibles o
injustos.
Confesionalidad
católica no es nada de eso. Ni tampoco consiste en emplear el calificativo
`católico´ en el nombre oficial de la asociación, el sindicato o el Estado: un
título altisonante del que blasonar, pero a la postre huero. Por el contrario,
es el compromiso colectivo de una sociedad de vivir seriamente su inspiración
cristiana en toda su profundidad y, por lo tanto, también en el plano
institucional".
Así
pues, la confesionalidad católica del Estado significa que "la sociedad,
por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios y reverenciar y adorar su
poder y su dominio".
Significa
que "no pueden las sociedades políticas obrar en conciencia, como si Dios
no existiese; ni volver la espalda a la religión, como si les fuese extraña; ni
mirarla con esquivez ni desdén, como inútil y embarazosa; ni, en fin, adoptar
indiferentemente una religión cualquiera entre tantas otras.
Siendo,
pues, necesario, al Estado profesar una religión, ha de profesar la única
verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos
católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la
verdad. Por lo tanto, ésta es la religión que han de conservar los que
gobiernan; ésta la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con
prudencia y útilmente a la comunidad de los ciudadanos."
"Así fundada y constituida la
sociedad política, manifiesto es que ha de cumplir por medio del culto público
las muchas y relevantes obligaciones que la unen con Dios.
La razón y la naturaleza, que mandan
que cada uno de los hombres dé culto a Dios piadosa y santamente, porque
estamos bajo su poder, y de Él hemos salido y a Él hemos de volver, imponen la
misma ley a la comunidad civil.
Tiene el Estado político la
obligación de admitir enteramente, y profesar abiertamente aquella ley y
prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer.".
" De todos los deberes del
hombre es sin duda alguna el mayor y más santo aquél que nos manda adorar a
Dios con piedad y religión.
Este culto externo ha de ser no sólo
personal y doméstico, sino público; porque el Señor es creador no sólo de los
individuos, sino de las sociedades. Por tanto, es necesario que la sociedad
civil, como tal, reconozca a Dios por su Padre y autor, y tribute a su potestad
y señorío el debido culto y adoración. Por lo mismo la sociedad, en su calidad
de persona moral, está obligada a tributar culto a Dios".
"Así como la voz de la
naturaleza excita a los individuos a adorar a Dios con piedad y fervor, porque
de El hemos recibido la vida, y todos los bienes que rodean la vida, así
también y por la misma causa tiene que suceder con los pueblos y las naciones.
Por tanto los que pretenden que el Estado se desentienda de todo homenaje a la
religión, no sólo pecan contra la justicia, sino que se muestran ignorantes e
inconsecuentes".
La confesionalidad católica implica
que "la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los
principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar
justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina
y en la rectitud de costumbres".
La reivindicación y defensa del
estado confesional ha formado parte desde siempre de las enseñanzas de la
Iglesia Católica.
Sin embargo, desde hace algunos años,
muchos cristianos, -entre ellos una buena parte de los obispos- han criticado
el Estado confesional y a las asociaciones que lo propugnan.
Las razones esgrimidas son:
-después del Concilio Vaticano, la
Iglesia ha cambiado su manera de entender la relación Iglesia-Estado, así como
la relación entre el Estado y la Religión.
Esta objeción es absolutamente falsa.
La Declaración sobre la libertad religiosa no sólo no justifica tal cambio sino
que explícitamente afirma que deja íntegra la doctrina tradicional acerca de
los deberes de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia
de Cristo.
Alegar el Vaticano II para defender
la no confesionalidad del Estado es tergiversar totalmente las palabras, el
sentido y el espíritu del Concilio, pues éste postula precisamente todo lo
contrario.
Tan es así que los obispos españoles
que participaron en el Concilio declararon a su término que "la libertad
no se opone ni a la Confesionalidad del Estado ni a la unidad religiosa de una
nación".
Pero aun hay más. El nuevo Catecismo,
en su edición típica latina aprobada en agosto de 1997 por Juan Pablo II, para
profundizar concretamente y precisamente en las enseñanzas de la Iglesia con
respecto a la Realeza de Jesucristo, a
la obligación de los cristianos de impregnar con la luz del Evangelio las
estructuras políticas y económicas, y a los deberes de las sociedades para con
la Religión de cristo y su Iglesia, nos remite, explícitamente, a las
encíclicas Inmortale Dei (sobre la constitución cristiana de los Estados) de
León XIII, y Quas primas (sobre el Reinado Social de Nuestro señor Jesucristo)
de Pío XI.
Cuando aclara en qué consiste la
libertad religiosa, para refutar falsas interpretaciones, el Catecismo cita y
recoge el Magisterio de Pío VI en el Breve Qod aliquantum, de Pío IX en la
Quanta cura, de León XIII en la Libertas praestantissimum, así como el de Pío
XII.
¿Dónde está pues la ruptura o el
cambio de postura entre el magisterio pre y postconciliar?
-No se puede imponer coactivamente la
fe.
Esto es verdad. Pero no tiene nada
que ver con el Estado confesional.
El Estado confesional no impone a
nadie la fe cristiana. Es la comunidad política, la sociedad civil, la que como
consecuencia de una fe aceptada libremente y vivida en común, tributa el culto
debido a Dios, y profesa la religión católica pública y comunitariamente.
Puede haber minorías que no compartan
tales creencias, pero el Estado no les va a imponer la conversión forzosa, sino
sólo el respeto a la religión que la mayoría del pueblo hace suya y pretende
conservar.
-No se puede imponer coactivamente la
moral católica.
Es una verdad a medias, porque como
dice Juan Pablo II <<si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a
reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave, sin
embargo nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos -aunque
éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad-, la ofensa infligida a
otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el
de la vida>>. (Encíclica Evangelium vitae, n. 71).
No todo lo inmoral tiene por qué
estar prohibido por ley, pero sí hay cosas que deben estar siempre prohibidas.
La ley civil debe inspirarse en la
ley natural (cuyo primer precepto es, por cierto, el culto a Dios) y en el
orden moral objetivo,
pues como bien ha dicho el card. Ratzinger "un Estado agnóstico en
relación con Dios, que establece el derecho sólo a partir de la mayoría, tiende
a reducirse desde su interior a una asociación delictiva"; pues
"donde Dios resulta excluido, rige el principio de las organizaciones
criminales, ya sea de forma descarnada o atenuada”.
Y como sólo la Iglesia Católica tiene el
monopolio de la interpretación verdadera de la ley natural y el orden moral
objetivo, es lo más justo, razonable y seguro que el Estado acuda a ella como
última e inapelable instancia, a la hora de juzgar si su legislación o su
actuación política se halla contenida dentro de los justos límites morales, o
por el contrario, los desborda.
Es la misma Iglesia la que se ofrece
y propone al Estado y a las autoridades que acudan a su inspiración y
orientación
Por eso, la Iglesia no tiene reparo
en enseñar que el Estado ha de reconocer como festivos los domingos y demás
días de precepto establecidos por ella, ha de reprimir el aborto, ha de
prohibir el divorcio, ha de censurar la pornografía, o ha de ilegalizar la
fecundación artificial. Así lo exige en muchísimos documentos. Así se exige en
el Catecismo de la Iglesia Católica. Y ello, ¿no supone acaso coacción por
parte del Estado hacia aquellas personas que no estén dispuestas a respetar los
festivos, o hacia aquellas que pretendan seguir recurriendo al aborto, el
divorcio, la pornografía o la fecundación artificial?
-El Estado confesional puede cometer
errores e injusticias que comprometerían el buen nombre de la Iglesia.
Este razonamiento es pueril. Todos y
cada uno de los fieles cristianos podemos cometer y, de hecho, muchos cometemos
a lo largo de nuestra vida pecados, inmoralidades e injusticias. ¿Debemos por
ello ocultar ante los demás nuestra condición de cristianos?
Tampoco el Santo Padre y los Obispos
están libres de caer en tentaciones que puede redundar negativamente en la
imagen de la Iglesia. ¿Deben por ello renunciar a predicar, a aparecer en
público? ¿Deben acaso recluirse en un convento de clausura donde nadie les vea?
-El Estado confesional excluye el
legítimo pluralismo de los cristianos en materias políticas opinables.
Nada más lejos de la realidad. Por el
contrario, -como ha demostrado el profesor Álvaro D´Ors- el Estado confesional,
al sustraer al consenso y a la voluntad de
los hombres (tal como enseña la Iglesia) lo que no es opinable, y al condenar
lo que es ilegítimo, permite a los cristianos despreocuparse en cierta medida
de la defensa política de lo esencial, para que cada cristiano pueda mejor
defender y atender al estudio, perfeccionamiento y actualización de las
propuestas o soluciones varias que, en lo contingente, puedan aportar a la
política o la economía, y asociarse con otros para ello, formándose así, de
modo natural, grupos diversos y plurales.
-El Estado confesional atenta contra
la legítima autonomía del orden temporal.
Tampoco esto es cierto.
La distinción y mutua independencia
entre el poder civil y el religioso no se la ha inventado, como muchos creen,
el Concilio Vaticano II.
Tal distinción no existía en las
sociedades precristianas. Como no existe, aun en nuestros tiempos, en muchas
naciones no cristianas, como es el caso de los países islámicos.
Es una enseñanza propia y
exclusivamente cristiana que se ha predicado desde que Jesucristo dijera
aquello de dad al César lo que es del César, y dad a Dios lo que es de Dios,
hasta nuestros días, pasando por la tan denostada y desconocida Edad Media,
época en la que Santo Tomás sentenciaba:
“…in his quae ad salutem animae
pertinent (...) magis est obediendum potestati spirituali quam saeculari, in
his autem quae ad bonum civile pertinent, est magis obediendum potestati
saeculari, quam spirituali”.
En palabras de León XIII:
“Dios ha hecho copartícipes del
gobierno de todo el linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la civil;
ésta, que cuida directamente de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de
los celestiales y divinos. Ambas potestades son supremas, cada una en su
género; ambas tienen sus propios límites dentro de los cuales actúan, definidos
por la naturaleza y fin próximo de cada una: por lo tanto, en torno a ellas, se
forma como una esfera, dentro de la cual cada una dispone iure proprio”.
“Así que todo cuanto en las cosas
humanas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado, todo lo que se
relacione con la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia
naturaleza o bien se entienda ser así por el fin a que se refiere, todo ello
cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero lo demás que el régimen
civil y político abarca justo es que esté sujeto a la autoridad civil puesto
que Jesucristo mandó expresamente que se dé al Cesar lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios”.
Lo explica muy bien Teodoro Jiménez
Urresti, en un libro escrito antes del Concilio:
“Una sociedad organizada
políticamente tal como debe según el plan diseñado por Dios para el presente
orden de providencia, requiere algo esencialmente cristiano: la distinción de
potestades y consiguientemente de sociedades, que corresponden a dos
formalidades distintas: una a lo político, y otra a lo religioso”.
“El Estado y el Derecho, aun
formulados en católico, no se subordinan a la Iglesia en las cosas meramente
naturales, es decir, civiles.
Son naturales las <<cosas y los
actos que son esencialmente de orden natural, pertenecen al fin del Estado y no
dicen relación alguna al orden sobrenatural>> dentro de su línea, es
decir que el orden sobrenatural o religioso no es su último fin próximo. Por
ejemplo elegir forma de régimen político, erigir tribunales, nombrar
magistrados, funcionarios, organizar el ejército y la policía, fomentar las
relaciones comerciales e internacionales, etc.
Tales cosas tienen sus propias leyes
dentro de su línea temporal, de su autonomía, tienen sus leyes objetivas
llamadas técnicas, cuyo contenido objetivo mantiene la ordenación al fin
último, es decir, contiene su teonomía. Y la Iglesia es la intérprete y
custodia de esta teonomía, que es cosa religiosa en sí misma, llamada ley moral
y que de hecho en el actual orden de providencia es, por ordenación intrínseca,
existencialmente sobrenatural. Las cosas naturales en cuanto tales, por tanto,
no separan al hombre ni al Estado de su último fin.
Por ello si el Estado en su actividad
se mantiene en conformidad con esas leyes técnicas, con su autonomía, observa
las leyes morales, su teonomía. Y la Iglesia no tiene por qué intervenir. Pero
si el Estado, saliéndose de su órbita lesiona las leyes morales, la teonomía
por tanto, está lesionando un interés religioso, un interés de la Iglesia.
<<Entonces cae bajo la potestad total y absoluta de la Iglesia>>”.
La distinción, no obstante, no
implica separación.
“Como el sujeto sobre que recaen
ambas potestades soberanas es uno mismo, y como, por otra parte, suele
acontecer que una misma cosa pertenezca, si bien bajo diferente aspecto, a una
y otra jurisdicción, claro está que Dios, providentísimo, no estableció
aquellas dos potestades soberanas, sino después de haberlas ordenado
convenientemente entre sí”.
“Necesario es, por lo tanto, que las
dos potestades estén coordinadas entre sí; coordinación justamente comparada
con la del alma y el cuerpo en el hombre”.
Volviendo a Urresti:
“Entre ambas sociedades debe reinar
no disociación, separación, conflicto o segregación, sino concordia y armonía,
<<ordenada unión>> y colaboración en medio de su distinción y
propia autonomía”.
Más luminosas aún son estas
advertencias de Juan Pablo II:
"La distinción entre la esfera
eclesiástica y los poderes públicos no debe hacernos olvidar que todos ellos se
dirigen al hombre; y la Iglesia, <<maestra de humanidad>>, no puede
renunciar a inspirar las actividades que se dirigen al bien común.
La Iglesia no pretende usurpar las
tareas y prerrogativas del poder político; pero sabe que debe ofrecer también a
la política una contribución específica de inspiración y orientación".
"El orden temporal no se puede
considerar un sistema cerrado en sí mismo. Esa concepción inmanentista y
mundana, insostenible desde el punto de vista filosófico, es inadmisible en el
cristianismo, que conoce a través de San Pablo -el cual a su vez refleja el
pensamiento de Jesús- el orden y la finalidad de la creación, como telón de
fondo de la misma vida de la Iglesia: <<Todo es vuestro>>, escribía
el Apóstol a los Corintios, para poner de relieve la nueva dignidad y el nuevo
poder del cristiano. Pero añadía a renglón seguido: <<Vosotros sois de Cristo
y Cristo de Dios>>. Se puede parafrasear ese texto, sin traicionarlo,
diciendo que el destino del universo entero está vinculado a esa
pertenencia".
Creo haber demostrado lo equivocados
que están (muchos seguramente de buena fe) los cristianos que creen que los
tiempos de la unidad religiosa, de la confesionalidad del Estado, del Estado
católico han pasado, y que la doctrina de la Iglesia sobre la confesionalidad
ha dejado de estar vigente.
No es así.
Además, lo importante no es
preguntarse si el Estado Católico es o no es posible hoy -hipótesis- sino si el
Estado Católico es una exigencia permanente derivada de la fe cristiana
-tesis-. Si es así, -que lo es-, lo que debemos hacer los cristianos no es
conformarnos resignadamente con intentar establecer un "modus
vivendi" que nos permita convivir con un mundo que es hostil a todo cuanto
nosotros creemos. Esto, además de una ingenuidad, es una pretensión imposible.
Supone un desconocimiento absoluto de la naturaleza humana (afectada por el
pecado original con todas sus secuelas), y de la historia, que es una lucha
constante y sin cuartel entre la Ciudad de Dios y la de Lucifer, entre el Bien
y el mal, entre la Luz y las tinieblas.
Lo que debemos hacer los cristianos
es contribuir -aun nadando contra corriente- a que, no sólo los individuos,
sino también todas las sociedades (familias, comunidades territoriales,
asociaciones profesionales, comunidades políticas nacionales y organismos
supranacionales) se conviertan y adoren al único Dios verdadero.
Y ¿a qué conduce ello sino a la
confesionalidad?
“Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos
del Decálogo han sido revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y
cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba
esta revelación:
En el estado de pecado, una explicación plena de los
mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la
luz de la razón y de la desviación de la voluntad (S. Buenaventura, sent. 4,
37, 1, 3)”. (Catecismo de la Iglesia Católica, § 2071)
“Los preceptos de la ley natural no son percibidos
por todos de una manera clara e inmediata. En la situación actual, la gracia y
la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades religiosas
y morales puedan ser conocidas “de todos y sin dificultad, con una firme
certeza y sin mezcla de error” (Pío XI, enc. “Humani generis”: DS 3876)”.
(Catecismo de la Iglesia Católica, § 1960)
“En la condición presente de la
humanidad, que lleva en sí las consecuencias del pecado original, la gracia es
de hecho necesaria, tanto en el orden cognoscitivo como en el práctico, para
alcanzar plenamente, por una parte, lo que la razón puede captar de Dios y, por
otra, para adecuar con coherencia la propia conducta a los dictados de la ley
natural (cf. DS 3004-3005). La consecuencia de ello es que los diversos
aspectos de la vida humana encuentran en el orden sobrenatural el fundamento
más sólido y la garantía más segura de autenticidad: en particular el amor y la
amistad (cf. 1, q. 1, a. 8, ad 2), la sociabilidad y la solidaridad, el derecho
y el ordenamiento jurídico-político, y por encima de todo la libertad que no es
real en ningún aspecto, si no se funda en la verdad". (Juan Pablo II. Discurso a los participantes en el IX congreso
tomista internacional 29-09-1990)
“La Iglesia debe comprometerse en formar y acompañar
a los laicos que están presentes en los órganos legislativos, en el gobierno y
en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los
principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropología y
que tengan presente el bien común” (Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica Ecclesia in America, 22 de enero de 1999, nº 19).
"Toda
institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre y de
su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su jerarquía de valores,
su línea de conducta. La mayoría de las sociedades han configurado sus
instituciones conforme a una cierta preeminencia del hombre sobre las cosas.
Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente en Dios, Creador
y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las
autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y sobre
el hombre:
<<Las sociedades
que ignoran esta inspiración o la rechazan en nombre de su independencia
respecto a Dios se ven obligadas a buscar en sí mismas o a tomar de una ideología
sus referencias y finalidades; y, al no admitir un criterio objetivo del bien y
del mal, ejercen sobre el hombre y sobre su destino, un poder totalitario,
declarado o velado, como lo muestra la historia>> (cf CA 45; 46)".
(Catecismo de la Iglesia Católica, § 2244)
“Toda sociedad refiere sus juicios y su conducta a
una visión del hombre y de su destino. Si se prescinde de la luz del Evangelio
sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen fácilmente
<<totalitarias>>” (Catecismo de la Iglesia Católica, § 2257)