La interpretación católica de la vida en el pensamiento falangista


La interpretación católica de la vida en el pensamiento falangista
Conferencia pronunciada por José María Permuy Rey, Jefe Provincial de FE-La Falange de La Coruña, en el Aula de Cultura de Fuerza Nueva, en Madrid, el 21 de noviembre de 2002
Camaradas y amigos:
Agradezco a todos vuestra asistencia, pero especialmente quiero dar las gracias a D. Blas Piñar, por haber tenido la amabilidad de invitarme a hablar en esta tribuna del Aula de Cultura de Fuerza Nueva, y a su nieto Camilo Menéndez, que se ha ocupado de contactar conmigo para hacerme partícipe de tan honrosa invitación.
Es para mí, como católico, como español y como falangista, un honor acudir a la llamada de Blas Piñar, a quien debo buena parte de mi formación política y aun espiritual; a quien he considerado siempre un modelo de caballero cristiano, de patriota español y de pensador joseantoniano, cuyo ejemplo me ha servido de estímulo para perserverar, inasequible al desaliento, en la entrega desde la Falange al servicio de los ideales de Dios, Patria y Justicia que comparto con él; y con quien me siento, en lo esencial, identificado plenamente.
El 6 de enero de 1937, en declaraciones al diario Arriba España de Pamplona, Manuel Hedilla, en aquel momento Jefe de la Junta de Mando Provisional de Falange Española de las J.O.N.S. y dos meses más tarde II Jefe Nacional de la Falange, afirmaba: “los que acuden a nuestras filas, su profundo sentido católico es quizá el factor más decisivo que les ha movido a engrosarlas”.
Si me permitís que os cuente mi experiencia personal, os diré que ese fue y es mi caso.
Con dieciséis años me afilié a las Falanges Juveniles de España, después de haber leído y meditado buena parte de los textos de José Antonio, con la convicción de que incorporándome a la Falange, y desde la Falange, estaba contribuyendo a revitalizar las raíces cristianas de España y a impregnar el mundo con el espíritu del Evangelio, conforme a las enseñanzas de la Santa Iglesia Católica sobre la instauración cristiana del orden temporal.
Con el paso de los años, y cuanto más he conocido y estudiado los escritos de los fundadores y principales teóricos del nacionalsindicalismo, así como la prensa y propaganda de la Falange de la primera hora, tanto más me he reafirmado en la convicción de que en la mente y en la voluntad de quienes la crearon, y muy especialmente en la mente y en la voluntad de José Antonio, estaba la idea y la intención de que Falange Española fuera un Movimiento político al servicio del ideal de la “Universitas Christiana”.
En mi opinión, no cabe ninguna duda de que la Falange fue, es y debe seguir siendo un Movimiento político de inspiración católica que aspira, entre otras cosas, pero sobre todo, a instaurar un Estado católico, y a restaurar la Unidad Católica de España.
El octavo de los Puntos Iniciales de Falange Española, publicados en el semanario FE en noviembre de 1933, afirma que “la interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera”.
La interpretación católica de la vida, amigos y camaradas, no puede ser otra cosa que la concepción cristiana de Dios, del hombre, del mundo, de la historia, de la sociedad, del Estado, de la autoridad, de la Patria, del bien común, de la política, de la economía, del derecho y de la cultura, tal como ha sido y es interpretada y propuesta por el magisterio infalible de la Iglesia Católica.
La Falange, al reconocer y proclamar que la interpretación católica de la vida es la verdadera, está haciendo, indudablemente, una confesión de fe.
Reconocer, proclamar, confesar la veracidad de la interpretación católica de la vida conlleva, lógicamente, reconocer, proclamar y confesar que la Religión Católica es la única verdadera.
Y yo me pregunto, y os pregunto: un movimiento político que confiesa que la Religión Católica es la única verdadera, ¿no es, evidentemente, un movimiento confesionalmente católico?
Más adelante, el octavo de los Puntos Iniciales de la Falange dice: “El Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos”.
Y me vuelvo, y os vuelvo a preguntar: un Estado que se inspira en la Religión Católica y que ampara a la Iglesia Católica en base al reconocimiento de unos deberes del Estado para con la Iglesia, ¿no es un Estado confesionalmente católico?
En otro lugar de los Puntos Iniciales de Falange Española, así como en el vigésimo quinto punto de la Norma Programática de Falange Española de las J.O.N.S, podemos leer: “Toda reconstrucción de España ha de tener un sentido católico”. “Nuestro Movimiento incorpora el sentido católico -de gloriosa tradición y predominante en España-, a la reconstrucción nacional”.
Manuel Hedilla, en las declaraciones que he mencionado al comienzo de esta charla, explicaba el significado y alcance político de tales afirmaciones: “Falange Española –dice Hedilla- acomete la magna obra de reconstrucción nacional, impregnándola de sentido católico, de profunda raigambre en nuestra Patria, y que constituye uno de sus mayores timbres de gloria.
Estriba el nervio de la cuestión en determinar qué entendemos por ese sentido católico. A nuestro juicio abarca éste dos puntos: uno doctrinal y otro práctico. El primero consiste en la sumisión al dogma y reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia con carácter de sociedad perfecta, cuyas potestades no las recibió del Estado, sino directamente de Jesucristo.
El segundo comprende lo que pudiéramos llamar la puesta en marcha de la doctrina. La recristianización de la sociedad según la norma evangélica, reivindicando el verdadero sentido del catolicismo, y desenmascarando a los hipócritas fariseos que la desprestigian”.
Pues bien, una vez más me pregunto, y os pregunto: la incorporación del sentido católico a la reconstrucción nacional, ¿no conduce, consecuentemente, a la restauración de la Unidad Católica de España?
A mí siempre me ha parecido muy claro que la respuesta a estas tres cuestiones es, en todos los casos, afirmativa.


Pero, a lo largo de mi militancia falangista he ido descubriendo que no todos los que, desde dentro o desde fuera de la Falange, se han interesado por su ideario, han entendido o aceptado que la Falange sea un movimiento político católico y que el nuevo orden que propugna la Falange sea un orden social católico.
Es posible que algunos hayan negado y nieguen la inspiración católica de la Falange y del nuevo orden nacionalsindicalista, con mala intención, pero estoy seguro de que muchos otros no. Muchos dudan de ello, no con mala fe ni con mala voluntad, sino tal vez por ignorancia; por falta de lógica; por prejuicios infundados; porque desconocen o tienen una idea deformada del Magisterio católico y muy particularmente de la Doctrina Política y Social de la Iglesia; porque conocen el nacionalsindicalismo y la Falange, más por lo que personas ajenas a la Falange dicen, que por lo que dicen José Antonio y, en concordancia con él, los demás fundadores y teóricos falangistas; porque han dado crédito a ciertos tópicos sobre la Falange sin preocuparse de comprobar la veracidad de su aserto; o porque ven que las referencias explícitas al catolicismo en los textos falangistas son muy escasas, sobre todo si se comparan con las de otros movimientos políticos católicos.
No sería justo negar que buena parte de culpa en esta confusión la han tenido varios de los grupos denominados falangistas que, bien desde un principio, bien a partir de determinado momento, o bien durante un período de su vida política rechazaron, ignoraron o minusvaloraron la adhesión de la Falange y su doctrina al Magisterio Católico.
Con el deseo y la esperanza de aclarar toda duda sobre la confesionalidad católica de la Falange y del Estado Nacionalsindicalista, intentaré rebatir algunas afirmaciones erróneas sobre la relación entre el pensamiento falangista y la interpretación católica de la vida.
1ªAfirmación errónea: “El pensamiento falangista es herético”. No se trata de una de las más frecuentes acusaciones, pero es tal vez la primera, de las relacionadas con la cuestión religiosa, con la que tuvo que enfrentarse la Falange. Esa fue la excusa que alegó el Marqués de la Eliseda, militante y diputado de Falange Española de las J.O.N.S, para abandonar la organización.
La falsa acusación del Marqués de la Eliseda provocó dos respuestas. Por un lado, Julio Ruiz de Alda sacó a la luz un pasquín con el siguiente texto: “¡Católicos! Para aclarar ciertas dudas y sobre todo malas interpretaciones que intencionalmente se dan por adversarios políticos nuestros al artículo 25 de nuestro programa Nacional-Sindicalista en lo referente a nuestra actitud frente a la Iglesia, Falange Española aclara y concreta su posición, diciendo: Uno de los fines de Falange Española es elevar todos los valores morales del Español, y entre éstos en primer lugar y primordialmente el religioso, y por lo tanto, no sólo no va en contra de la Iglesia Católica, sino que ésta tendrá en el Estado Nacional-Sindicalista Español su mayor apoyo para su apostolado”.
Por otro lado, José Antonio publicó una nota en ABC de Madrid, diciendo: “El marqués de la Eliseda buscaba hace tiempo pretexto para apartarse de Falange Española de las J.O.N.S., cuyos rigores compartió bien poco. No ha querido hacerlo sin dejar tras de sí, como despedida, una ruidosa declaración que se pudiera suponer guiada por el propósito de sobresaltar la conciencia religiosa de innumerables católicos alistados en la Falange.
Éstos, sin embargo, son inteligentes de sobra para saber: primero, que la declaración sobre el problema religioso contenido en el punto 25 del programa de Falange Española y de las J.O.N.S. coincide exactamente con la manera de entender el problema que tuvieron nuestros más preclaros y católicos reyes, y segundo, que la Iglesia tiene sus doctores para calificar el acierto de cada cual en materia religiosa; pero que, desde luego, entre esos doctores no figura hasta ahora el marqués de la Eliseda”.
Os ruego que os fijéis que, en esta nota, José Antonio asegura que la manera en que la Falange entiende la cuestión religiosa es la misma, exactamente la misma, que la de nuestros más católicos reyes. Pues bien, ¿No fueron nuestros más Católicos Reyes, Isabel y Fernando, Carlos o Felipe los más firmes partidarios, defensores y propagadores de la Civilización Cristiana y de la Unidad Católica de España? Bueno, pues esa, según su Fundador, es la postura de la Falange.
El 20 de noviembre de 1938, el Excmo. y Rvdmo. Dr. Gandásegui, Arzobispo de Valladolid, pronunciaba en Burgos estas palabras: “La España que soñaba el Fundador de la Falange es una España en consonancia con el espíritu español y católico que informa, y anima, y vivifica, y engrandece, y sublima el testamento de José Antonio”.
¡Cuanta razón tenía José Antonio y cuan errado estaba el marqués de la Eliseda!
2ª Afirmación errónea: “Todo cuanto hace referencia a lo espiritual y religioso en las Obras de José Antonio, no es más que una manifestación personal de su íntima religiosidad católica, sin que fuera intención del fundador convertir esa religiosidad católica en un principio fundamental de la Falange”.
Baste para refutar tal equivocación, recordar que, no es en los artículos firmados ni en los discursos pronunciados por José Antonio, donde se hallan las referencias más explícitas a la interpretación católica de la vida, al sentido católico de la reconstrucción nacional, a la inspiración católica del Estado y a los deberes del Estado para con la Iglesia Católica, sino precisamente en los dos documentos oficiales más importantes: los Puntos Iniciales de Falange Española, y la Norma Programática de F.E. de las J.O.N.S.
3ª Afirmación errónea: “La Falange respeta la Religión católica sólo porque es, histórica y sociológicamente, la española”.
Difícilmente se puede sostener esta opinión, amigos y camaradas; porque como ya hemos visto en el octavo de los Puntos Iniciales de Falange Española, la Falange respeta y asume la Religión católica, en primer lugar y antes que por ninguna otra razón, por ser la verdadera.
De no ser así, la Falange incurriría en idolatría, por amar más a la Patria que a Dios.
Esta es otra de las críticas que ya se encargaron de desmentir los camaradas de los tiempos fundacionales.
El semanario Arriba, en mayo de 1935, reproduce un discurso de Joaquín Gárate en el que sale al paso de tales acusaciones: "Si observamos el panorama
político –dice el dirigente falangista-, veremos que no hay ningún partido político que pueda competir con nuestro movimiento nacional en las propiedades eternas: sólo Dios y España. Se nos tildó de que nosotros éramos laicos, porque poníamos por encima de todo la Nación; y eso no es cierto; por encima de todo ponemos a Dios y después a España".
También José Antonio, en su Cuaderno de notas de un estudiante europeo, escrito en prisión, tras postular “el recobro de la armonía del hombre y su entorno en vista de un fin trascendente”, aclara: “este fin no es la patria, ni la raza, que no pueden ser fines en sí mismos: tiene que ser un fin de unificación del mundo, a cuyo servicio puede ser la patria un instrumento; es decir, un fin religioso. -¿Católico? Desde luego, de sentido cristiano”.
Luego es evidente que, desde un punto de vista joseantoniano, la Patria no es un fin en sí misma, sino un instrumento al servicio de un fin religioso de unificación del mundo, de sentido cristiano católico, es decir, al servicio de la unidad católica, de la “Universitas Christiana”.
4ª Afirmación errónea: “José Antonio, desde la Falange propugnó la separación entre la Iglesia y el Estado”.
Algunos, además, añaden que, en ello, José Antonio se adelantó al Concilio Vaticano II.
Pues bien, hay que decir, para que quede claro de una vez por todas, que ni lo uno ni lo otro. Ni es cierto que José Antonio o la Falange propusieran la separación entre la Iglesia y el Estado, ni es cierto que lo haya hecho el Vaticano II. Lo que José Antonio y La Falange afirman –y posteriormente el Vaticano II, sin originalidad alguna por su parte, sino siguiendo el Magisterio eclesiástico precedente- es que no se deben confundir Iglesia y Estado, que son dos sociedades distintas, cada una con una esfera de actuación propia en la que la una es independiente con respecto a la otra, pero que, al mismo tiempo deben guardar una relación de armonía y mutua cooperación.
En esto, como en todo, José Antonio y la Falange, no se apartaban lo más mínimo de la doctrina tradicional de la Iglesia.
Os lo demostraré con dos ejemplos.
Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia, escribía en el siglo XIII: “Ambas potestades, la eclesiástica y la civil, proceden de Dios. Por consiguiente, en tanto está la civil sometida a la eclesiástica en cuanto que Dios mismo la sometió, es decir, en las cosas que pertenecen al alma. En éstas, pues, hay que obedecer más al poder espiritual que al temporal. Pero en todo lo que se refiere al bien temporal o civil de la sociedad, se debe obedecer al poder civil más que al eclesiástico, conforme a la palabra del mismo Cristo, Mt. 22, 21: dad al César lo que es del César¨ .
En 1885, seis siglos más tarde, pero, en todo caso antes de que naciera José Antonio, antes de que se fundara la Falange, y antes de que se convocara el II Concilio Vaticano, el Papa León XIII, en su encíclica Inmortale Dei, sobre la constitución cristiana de los Estados, enseñaba: “Dios ha hecho copartícipes del gobierno de todo el linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida directamente de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de los celestiales y divinos. Ambas potestades son supremas, cada una en su género; ambas tienen sus propios límites dentro de los cuales actúan, definidos por la naturaleza y fin próximo de cada una: por lo tanto, en torno a ellas, se forma como una esfera, dentro de la cual cada una dispone iure proprio. Así que todo cuanto en las cosas humanas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado, todo lo que se relacione con la salvación de las almas y el culto de Dios, sea por su propia naturaleza o bien se entienda ser así por el fin a que se refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero lo demás que el régimen civil y político abarca justo es que esté sujeto a la autoridad civil puesto que Jesucristo mandó expresamente que se dé al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Luego ni el Fundador de la Falange se inventó una doctrina nueva, ni tampoco se adelantó al Concilio Vaticano II, el cual no hace otra cosa sino confirmar el Magisterio de siempre sobre la distinción entre la sociedad civil y la eclesiástica, pero, al mismo tiempo, reafirmar la condena de la separación entre la Iglesia y el Estado, como ponen de manifiesto la Constitución Lumen gentium y el Decreto Apostolicam actuositatem cuando advierten que “ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios”, que “se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión”; y que “hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana”.

5ª Afirmación errónea: “La Falange, en tiempos de José Antonio, era contraria a la confesionalidad católica del Movimiento y del Estado”.
Admito que en las Obras Completas de José Antonio no he logrado encontrar las expresiones “confesionalidad católica” o “Estado confesional” aplicadas a la Falange o al futuro Estado nacionalsindicalista.
No las he hallado en sentido afirmativo, lo cual no quiere decir nada, sobre todo si tenemos en cuenta que tampoco en el Magisterio pontificio aparecen tales términos cuando los Papas proponen y defienden la doctrina de la confesionalidad de los Estados.
La ausencia de referencias explícitas al “Estado confesional” en el Magisterio pontificio, es un dato que deberían tener muy en cuenta los partidarios no falangistas de la confesionalidad del Estado, antes de reprocharnos a los falangistas que José Antonio no emplease esas mismas referencias.
Ahora bien, tampoco he hallado en las Obras de José Antonio expresiones contrarias a la confesionalidad de Falange o del Estado.
Donde sí se dieron explícitas declaraciones de no confesionalidad, fue en las J.O.N.S. antes de su fusión con Falange Española.
Ahora bien, aun en este caso, en el caso de las J.O.N.S., hay mucho que matizar.
Como sabéis, las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (J.O.N.S.) nacen en octubre de 1931 como consecuencia de la unión de dos grupos preexistentes: el compuesto por los integrantes del semanario La Conquista del Estado, dirigido por Ramiro Ledesma Ramos; y el reunido en torno al semanario Libertad, cuyo director era Onésimo Redondo Ortega, creador de las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica.
La coincidencia en muchos aspectos importantes de sus respectivos pensamientos políticos, hizo posible la colaboración de Onésimo y Ramiro en un proyecto político común como fueron las J.O.N.S. Pero eso no significa que sus planteamientos, sus motivaciones y sus intenciones fueran idénticos en todo, ni mucho menos.
El mismo Ramiro reconoció años después, que, en su opinión, el grupo de Onésimo “no ofrecía muchas garantías de fidelidad al espíritu y a los propósitos de las J.O.N.S., pues estaba compuesto, en su mayoría, de antiguos "luises", y con una plena formación reaccionaria”, “situado entonces en una zona ultraderechista” y acaudillado por un “antiguo discípulo de los jesuitas”, “con los que seguía en íntimo contacto”.
Es muy posible que esas diferencias influyeran en el hecho de que, cuando en enero de 1935, Ramiro Ledesma es expulsado de F.E. de las J.O.N.S., Onésimo optase por permanecer en la Falange junto a José Antonio, en lugar de seguir a su antiguo correligionario jonsista.
En el tema religioso, que es el que ahora nos ocupa, existen, ciertamente, algunas coincidencias entre Ramiro y Onésimo.
A pesar de que el enunciado del tercero de los puntos programáticos de las J.O.N.S. pide el “máximo respeto para la tradición religiosa de nuestra raza”, y afirma que “la espiritualidad y la cultura de España van enlazadas al prestigio de los valores religiosos”, en una circular dirigida a los mandos y militantes de las J.O.N.S. por el Triunvirato Ejecutivo Central, podemos leer: “No constituimos un partido confesional. Vemos en el catolicismo un manojo de valores espirituales que ayudarán eficazmente nuestro afán de reconstruir y vigorizar sobre auténticas bases españolas la existencia histórica de la patria. Todo católico "nacional", es decir, que lo sea con temperatura distinta a los católicos de Suecia, Bélgica o Sumatra, comprenderá de un modo perfecto nuestra misión. No somos ciertamente confesionales, no aceptamos la disciplina política de la Iglesia, pero tampoco seremos nunca anticatólicos”.
Este texto lleva la firma de ambos dirigentes, Ramiro y Onésimo, aunque su redacción se atribuye al primero. Ahora bien, si estudiamos por separado los escritos de uno y otro, da la impresión de que no son exactamente las mismas razones las que les mueven a adoptar la no confesionalidad, ni mucho menos es idéntica su visión del hecho religioso, y de la relación entre fe y patriotismo y entre el Estado y la Iglesia.
De la lectura atenta de los escritos de Ramiro lo más que se desprende es que para él -que desde La Conquista del Estado proclamaba que la Iglesia no podía estar por encima o al margen del Estado-, la religión católica debe ser respetada, no por su valor dogmático y moral, sino por ser la de la mayoría de los españoles; es decir, no por ser verdadera y buena, sino por ser, histórica y sociológicamente, la nacional.
Desde ese punto de vista, Ramiro no duda en afirmar públicamente que las J.O.N.S. son católicas. “¿Cómo no vamos a ser católicos? –escribe en El Fascio- Pues ¿no nos decimos titulares del alma nacional española, que ha dado precisamente al catolicismo lo más entrañable de ella: su salvación histórica y su imperio? La historia de la fe católica en Occidente, su esplendor y sus fatigas, se han realizado con el alma misma de España; es la historia de España”.
En cuanto a Onésimo Redondo, no sólo es indudable que, en consonancia con el programa de las Juntas, se dice partidario de la no confesionalidad de lo que él llama nacionalismo español, sino que dedica varios artículos del semanario Libertad a defender y explicar tal postura.
No obstante, para Onésimo, la no confesionalidad del nacionalismo español durante la lucha por la conquista del Estado no es una cuestión de principio, sino solamente una postura táctica, que responde, sobre todo, a la constatación de tres hechos para él penosos, pero ciertos:
1º Millones de españoles -según él, la mayoría efectiva de la nación-, hundidos en el desdén hacia lo espiritual, en la frialdad religiosa, o en la hostilidad contra la tradición y aun contra la moral, viven y obran distanciados de la espiritualidad tradicional y no se muestran propicios a entrar en un partido católico militante, de los que tienen por fin específico la defensa de la religión.
2º Los partidos y sindicatos anticristianos, ofreciendo a esos españoles religiosamente tibios o escépticos, presuntas soluciones a los problemas que más les afectan e interesan, se ganan su confianza, sus votos y su militancia, y aprovechan esa circunstancia para convertir la tibieza y escepticismo de sus nuevos adeptos, en odio y enemistad hacia Dios o hacia la Iglesia.
3º Gracias a ello esos grupos triunfan, y van preparando el terreno para el advenimiento de una revolución anticristiana que se prevé inminente.
Ante tal realidad, Onésimo cree que no se puede perder el tiempo en convencer a esos españoles para que se hagan católicos militantes, porque mientras se convencen unos, y otros se resisten, la política corre, los hechos se apresuran, y los partidos anticristianos siguen avanzando con su apoyo.
No se les puede abandonar, porque sería lo mismo que entregarlos en manos de los partidos antiespañoles y anticristianos.
Y tampoco se les puede rechazar, porque prescindiendo de ellos no sería posible al nacionalismo español alcanzar la victoria en un corto plazo; y no cabe, por otra parte, aplazar esa victoria por mucho tiempo, porque la revolución marxista se prevé inmediata y es necesario adelantarse a ella.
Luego, en opinión de Onésimo, hay que captar a esos españoles urgentemente. Especialmente, hay que “disputar, amplia y rápidamente, a las organizaciones marxistas, la hegemonía de la masa obrera” que, en su mayoría, no es católica militante. Hay que “rescatar a la opinión media de la servidumbre masónica de prensa y partidos, y al proletariado de la aberración marxista”. Hay que dar cabida, pues, a “los católicos tibios que no quieren militar en un partido confesional, los indiferentes y los descreídos”.
Eso sí, no de manera indiscriminada, sino con dos condiciones: “que no lleven anhelos persecutorios encubiertos”, y que “sintiendo a España en su grandeza espiritual y aspirando a fortalecerla, respeten la religión de nuestra progenie histórica y encarezcan francamente sus libertades y derechos”.
Y para ello, el nacionalismo español debe relegar a un segundo plano la defensa explícita de la religión, e incidir principalmente en la reivindicación de otras cuestiones que puedan atraer mejor y más fácilmente el respaldo de esos compatriotas espiritualmente fríos.
A esa renuncia a manifestar públicamente como primer postulado del nacionalismo la defensa de la religión católica, es a lo que Onésimo llama no confesionalidad.
Pero que el nacionalsindicalismo jonsista no se determine “de modo directo y específico, a enarbolar la religión como uno de sus lemas, a su defensa como uno de los fines característicos del partido”, “a llevar en vanguardia, como bandera de guerra, la consigna religiosa”, es decir, que esté “desprovisto de una especial profesión de fe católica” no parece significar, en la mente y en la intención de Onésimo, que el nacionalsindicalismo no sea un movimiento católico. Simplemente –por razones coyunturales y contingentes- renuncia a hacer alarde y ostentación de ello.
Por eso, más allá de ese planteamiento táctico –y como táctico, discutible, revisable y mudable, sin que ello afecte a la esencia del nacionalsindicalismo- Onésimo afirma –cosa que no hace Ramiro- que el nacionalismo, que por razones de urgencia debe ser no confesional durante la lucha por el triunfo, no tiene por que serlo después del triunfo, o sea, cuando las circunstancias que aconsejaban la táctica no confesional hayan sido superadas.
Es decir, que si es evidente que Onésimo propugna una cierta no confesionalidad del nacionalismo durante la lucha por la conquista del Estado, no está tan claro, sin embargo, que postule la no confesionalidad del nacionalismo español una vez conquistado el Estado, ni, por tanto, la no confesionalidad del Estado.
Además Onésimo afirma que el movimiento nacionalsindicalista no ve mal, sino excelente, que cuantos católicos quieran, militen en partidos confesionalmente católicos, porque cree que “la provocación de tantos elementos conjurados por la masonería contra Cristo, de sobra justifica que todo el que sienta ardor militante religioso escriba el lema de religión en el primer lugar de sus programas políticos”, y que “mientras la Iglesia se ve perseguida o en peligro de serlo, es justo que los fieles se agrupen en torno de ella para defenderla en política”. “Bien están los partidos católicos”, escribe Onésimo, que, por cierto, como católico practicante y convencido que era, debería contarse entre esos fieles que, por justicia, han de agruparse en torno de la Iglesia para defenderla.
Pero, ante todo, a diferencia de Ramiro Ledesma, Onésimo Redondo no sólo estima la religión católica por ser la española, sino por ser la verdadera, y en coherencia con el Magisterio de la Iglesia, dedica numerosas páginas de las publicaciones de las J.O.N.S. a postular la sujeción de la sociedad, la ley civil, el Estado y sus autoridades, a la moral y a la Verdad cristianas; y a exigir que la comunidad política defienda el patrimonio religioso del pueblo español, y respete la independencia, la libertad y los derechos temporales de la Iglesia católica.
¿No es evidente que en tales postulados van implícitas –y aun explícitas- las características propias de un Estado confesional?
Si ya antes de su incorporación a las J.O.N.S. Onésimo escribía que la revolución hispánica “incorporará de verdad al mando del Estado los viejos hábitos de justicia cristiana impresos en la fibra de la raza”; y daba por cierto que la Iglesia Católica es la encargada “por Cristo de mantener y extender la ley moral y su Evangelio”; desde las J.O.N.S., Onésimo sostiene que la defensa de un “orden político cristiano” es uno de los principios esenciales para la formación de un “frente de resurgimiento nacional”; y que, en concreto, el nacionalsindicalismo reconoce en el cristianismo “la verdad moral”. Una verdad que es “la primera interesante desde el punto de vista político”, que constituye “la raíz de nuestra civilización”, y a cuya defensa “debe dedicarse la vida y el entusiasmo de las generaciones jóvenes”.
En consecuencia, el movimiento nacionalsindicalista, tal como lo concibe Onésimo, y según sus propias palabras, “respeta eficazmente a la religión católica”, y convoca a todos los españoles a una “cruzada por la religión”, porque, “lícita es la guerra de defensa” contra quienes “atacan grave y certeramente a España en sus valores cristianos incuestionables”, ya que “Fe, patriotismo, tradición y moral son el protoplasma espiritual de la nación”. Por eso, la revolución nacionalsindicalista, “con la mira puesta en la derrota definitiva de las fuerzas enemigas de la España cristiana y eterna, de la masonería, el marxismo y el separatismo”, combatirá “la persecución de la honestidad familiar”, la equiparación de “la familia a las uniones carnales viciosas”, “la destrucción oficial de la libertad de enseñanza y la coacción pública contra la enseñanza religiosa”, y “la abolición de los derechos temporales de la Iglesia”.
En las Obras de Onésimo Redondo, podemos leer también que el nacionalsindicalismo jonsista, no sólo no está en contra de “los principios inmutables de justicia, honestidad y fraternidad cristianas, regentados por la Iglesia”, sino que, considerando que “la suprema y primera ley es la decencia cristiana”, y acogiéndose “a la justicia inmutable de las normas cristianas, y precisamente tal como supieron traducirlas en reglas de política los grandes filósofos españoles”, procederá a la “sustitución del liberalismo filosófico por el respeto positivo del Estado y de la colectividad a las verdades cristianas, que son la fuente moral de la civilización”; restaurará “las costumbres cristiano-españolas para regir la administración y cumplir los deberes sociales”, y “el poder y la aptitud de civilización que Dios confirió a nuestra raza y cultura”; promoverá “la profesión social de la moral cristiana”; garantizará “los derechos individuales y familiares ante el poder público” conforme se hallan definidos “en la tradición y costumbres civilizadas de nuestro pueblo como nación cristiana”, rechazando “el concepto liberal de las libertades y derechos individuales, por un lado” y encomendando, por otro, “a la ley moral y a la fe en los hombres encargados de respetarla y traducirla desde el Gobierno, la garantía que ofrecen y no dan las constituciones”; convertirá “en una realidad”, y dará “forma orgánica, a los principios cristianos de redención obrera” por medio de un “sindicalismo cristiano” que implantará una “nueva justicia social” que “-no es posible ni conveniente ocultarlo- ha de tener un sentido cristiano positivo”; conservará “el patrimonio religioso” del pueblo español, contando con la religión como uno de los medios principales de su educación regeneradora; y fundará “las relaciones de la Iglesia y el Estado en un régimen concordatorio que para nada atente a la sagrada libertad de la Iglesia, y singularmente al derecho superior de los padres católicos, que son casi todos los españoles, de educar religiosamente a sus hijos en las escuelas oficiales o privadas”.
Así pues, camaradas y amigos, lo más que cabe deducir de las escasísimas referencias sobre el tema religioso en Ramiro Ledesma, es un frío, distante –y tal vez interesado- respeto a la religión católica en consideración a su papel histórico y a su implantación social en España, y en la medida en que se amolde a las exigencias, para él supremas e inapelables, del poder estatal. Es decir, la instrumentalización y sumisión del cristianismo al servicio del Estado.
Por el contrario, lo que propone el fervoroso y militante católico Onésimo Redondo, desde las J.O.N.S., es, sin lugar a dudas, la instauración cristiana del orden temporal, la construcción de un orden social cristiano, la impregnación cristiana de las leyes y la constitución de un Estado cristiano. Esto es, la subordinación de la nación y del Estado al Imperio de Cristo.
Y será esta última forma de entender la cuestión religiosa en relación con el orden político, la que mejor encajará en el ideario de la Falange Española –con la cual acabarían fusionándose las J.O.N.S.-, ideario cuyo máximo exponente fue José Antonio Primo de Rivera, el cual prescindirá –a diferencia de Onésimo- de toda declaración de no confesionalidad.

6ª Afirmación errónea: “La Falange, precisamente como consecuencia de su inspiración cristiana, debe rehusar el calificativo de confesional y rechazar la confesionalidad católica del Estado, porque ese es el criterio de la Iglesia en la actualidad”.
Para empezar, no es verdad que la Iglesia condene en nuestros días la confesionalidad de los Estados y de las asociaciones políticas.
Esto es así, al menos, si entendemos la confesionalidad como siempre la ha entendido la Iglesia.
Según Monseñor Guerra Campos, Obispo de Cuenca –hoy difunto- la confesionalidad de una sociedad consiste en que esa sociedad inscriba como compromiso en su ley fundamental la obligación de cumplir los siguientes deberes para con Dios y para con la Iglesia: “dar culto a Dios, favorecer la vida religiosa de los ciudadanos sin dejar de proteger la inmunidad de coacción externa para todos, reconocer a Cristo y la institución divina de la Iglesia, acatar en la legislación y la acción de gobierno la ley de Dios según la doctrina de la Iglesia”.
Así entendida, la confesionalidad del Estado no sólo no ha sido desechada por la Iglesia en nuestros tiempos, sino que, por el contrario ha sido reivindicada, tanto en la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II, como en el actual Catecismo de la Iglesia Católica.
El Vaticano II aclaró en la Dignitatis humanae que “deja íntegra la doctrina
tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Y el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: “El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y la única Iglesia de Cristo" (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive (AA 13), Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, enc Inmortale Dei; Pío XI, enc. Quas primas).
Pues bien, ¿cuál es esa doctrina tradicional, que es la que se enseñaba en tiempos de José Antonio y de la Falange fundacional, y que el Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica afirman dejar íntegra y permanecer vigente?
Veamos algunos textos del Magisterio al respecto:
“La sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios y reverenciar y adorar su poder y su dominio”. “Siendo, pues, necesario, al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera”. “Así fundada y constituida la sociedad política, manifiesto es que ha de cumplir por medio del culto público las muchas y relevantes obligaciones que la unen con Dios. La razón y la naturaleza, que mandan que cada uno de los hombres de culto a Dios piadosa y santamente, porque estamos bajo su poder, y de El hemos salido y a El hemos de volver, imponen la misma ley a la comunidad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la sociedad menos obligada que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor, a quien ella debe -y ha de reconocerlo- la existencia, la conservación, y todo aquel gran número de bienes que tiene en su seno. Por esta razón, así como no es lícito descuidar los propios deberes para con Dios, el primero de los cuales es profesar de palabra y de obra, no la religión que a cada uno acomode, sino la que Dios manda, y consta por argumentos ciertos e irrecusables ser la única verdadera, de la misma suerte no pueden las sociedades políticas obrar en conciencia, como si Dios no existiese; ni volver la espalda a la religión, como si les fuese extraña; ni mirarla con esquivez ni desdén, como inútil y embarazosa; ni, en fin, adoptar indiferentemente una religión cualquiera entre tantas otras; antes bien, y por lo contrario, tiene el Estado político la obligación de admitir enteramente, y profesar abiertamente aquella ley y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer”.
“Es necesario que la sociedad civil, como tal, reconozca a Dios por su Padre y autor, y tribute a su potestad y señorío el debido culto y adoración. Por lo mismo la sociedad, en su calidad de persona moral, está obligada a tributar culto a Dios”. “Así como la voz de la naturaleza excita a los individuos a adorar a Dios con piedad y fervor, porque de El hemos recibido la vida, y todos los bienes que rodean la vida, así también y por la misma causa tiene que suceder con los pueblos y las naciones. Por tanto los que pretenden que el Estado se desentienda de todo homenaje a la religión, no sólo pecan contra la justicia, sino que se muestran ignorantes e inconsecuentes”.
“No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones, a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo”. “El deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo, no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes”. “La sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres”. “Reina Jesucristo en la sociedad civil cuando, tributando en ella a Dios los supremos honores, se hacen derivar de Él el origen y los derechos de la autoridad”, “cuando, además, le es reconocido a la Iglesia el alto grado de dignidad en que fue colocada por su mismo autor, a saber, de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades”.
Esta era –y sigue siendo- la doctrina sobre la confesionalidad católica de los Estados que José Antonio, como buen creyente, no podía ignorar o soslayar, y que, obviamente, forma parte de esa interpretación católica de la vida que la Falange confiesa verdadera e incorpora a la reconstrucción nacional.
Es cierto que existen algunas declaraciones de Obispos y hasta de la Conferencia Episcopal Española (CEE) contra la confesionalidad de los partidos y de los Estados.
Pero no es menos cierto que, al explicar el por qué de sus objeciones a la confesionalidad de los partidos y los Estados, lo han hecho con argumentos que, o bien no tienen nada que ver con la concepción tradicional de confesionalidad, o son absurdos.
La CEE, ha criticado el Estado confesional porque, según ella, se pone al servicio de los intereses de la Iglesia, y deja que la Iglesia se sirva de él para imponer, por medio de la coacción de las leyes civiles, sus normas morales relativas a la vida social como reglas de comportamiento y convivencia para todos los ciudadanos.
Y digo yo, ¿qué hay de malo en que un Estado sirva a los intereses de la Iglesia en la medida en que estos intereses sean espirituales y, como tales, beneficien a todos los ciudadanos?
Y, por otro lado, si el Estado no puede imponer por medio de la coacción de las leyes las normas morales relativas a la vida social (fijaos que los Obispos dicen “relativas a la vida social” no relativas a la intimidad de cada uno), ¿quién las va a imponer?
Normas morales relativas a la vida social son, entre otras, no robar, no matar, no dar falso testimonio en un juicio, no calumniar públicamente, no practicar el exhibicionismo público...
¿Están los Obispos defendiendo que el Estado debe inhibirse de promulgar leyes que castiguen a quienes infringen esas normas?
Seguro que no. Pero tal como expresan las cosas, bien podría deducirse una conclusión tal. Lo cual demuestra la poca precisión conceptual de nuestros Pastores.
7ª Afirmación errónea: “Las creencias religiosas afectan tan sólo a la íntima conciencia de cada individuo, y no a la vida social; siendo innecesario, pues, que el Estado Nacionalsindicalista, para el cumplimiento de su fin primordial, que es la conservación, protección y promoción del bien común, profese ninguna religión en concreto”.
Tal idea, inaceptable para un cristiano, coincide básicamente con el laicismo, que pretende organizar la vida pública, social y política prescindiendo de toda inspiración confesional.
Muchos de nuestros contemporáneos –y, lamentablemente, muchos militantes falangistas-, ingenuamente, piensan que ello es posible sin que los fundamentos éticos de la convivencia social se vean alterados.
Pero no es verdad. Jamás funcionará igual una sociedad ordenada sobre la base de la creencia en Dios, que una sociedad ordenada partiendo de una concepción indiferentista, agnóstica o atea de la vida.
Por poner un ejemplo evidente, una comunidad política confesionalmente católica, en ningún caso admitirá la legalización del aborto, ni la posibilidad legal de que sus órganos legislativos puedan debatir la conveniencia o no de su despenalización, ni pasará por alto la más mínima ambigüedad en su Ley Fundamental, que pueda dar pie a ello. Porque desde un punto de vista católico el derecho a la vida de un inocente no admite discusión, ni existe pretexto alguno que pueda justificar la tolerancia legal de la conculcación de tal derecho.
La confesionalidad católica de esa comunidad es, pues, una garantía, una barrera, un obstáculo importante para evitar cualquier intento de permisividad legal del aborto.
Por el contrario, en una comunidad política religiosamente indiferente, agnóstica o atea, la protección de los derechos fundamentales de las personas humanas y el cumplimiento de la ley natural quedan a expensas de la voluntad falible, y manipulable, de las masas. No importa que esa presunta voluntad se manifieste por medio del sufragio universal o a través de un dictador, un Partido único o una oligarquía que se tienen a sí mismos por intérpretes y representantes autorizados de esa voluntad. En unos u otros casos, la voluntad humana es considerada fuente y origen último de legitimidad y moralidad, sin que reconozca una ley, un orden moral y un Supremo Legislador, Juez y Rey superiores a ella. De esa manera, todo está permitido si así lo decide o consiente la voluntad de la mayoría de la sociedad, o el individuo, grupo o clase que creen o dicen encarnar esa voluntad. ¡Todo! Hasta el abominable crimen del aborto.
Los hechos (decenas de países en los que millones de niños son asesinados con el consentimiento de la ley) demuestran que, lamentablemente, todo esto no son meras teorías, abstracciones o especulaciones sin mayor trascendencia social, ni simples entretenimientos filosóficos para intelectuales de salón que no tienen otra cosa en qué pensar –como parecen creer algunos que no entienden la importancia de profundizar e insistir en la inspiración católica de las sociedades-, sino consideraciones que, según sean tenidas en cuenta o no, conllevan el establecimiento de comunidades en las que los derechos fundamentales de las personas y su igualdad ante la ley eterna, son respetados y protegidos, o sociedades en que tanto lo uno como lo otro depende en cada momento de los vaivenes de los caprichos o intereses arbitrarios de los poderosos.
Admitida la necesidad de conferir un sentido religioso a la comunidad política –y, por supuesto, a todo tipo de sociedad-, muchos piensan que basta con que ésta reconozca la importancia del hecho religioso en general, como si fuera lo mismo una religión que otra.
En realidad, esta actitud sólo puede conducir a dos conclusiones: limitarse a proteger la práctica de todos cuantos cultos religiosos se practiquen en el seno de la sociedad, sin tomar partido por ninguno en concreto, y sin que ello suponga ningún cambio que afecte al sentido religioso y moral de las leyes e instituciones de esa sociedad; o introducir en la legislación algunas de las normas morales tenidas por comunes a todas las confesiones religiosas. Lo primero, apenas difiere, en cuanto a las consecuencias que atañen al respeto jurídico de los derechos fundamentales de las personas humanas y de la ley eterna, de aquel indiferentismo que, sencillamente, prescinde absolutamente de la existencia del fenómeno religioso. Lo segundo se trata, en primer lugar, de una medida insuficiente, porque hay multitud de normas morales en cuyo acatamiento no coinciden todas las confesiones religiosas. No todas, por ejemplo, consideran de ley natural la indisolubilidad del matrimonio y, en consecuencia, la ilicitud del divorcio. Pero es que, además, tal planteamiento sincretista sigue sometiendo al consenso voluntarista de las personas (ya sean los líderes religiosos, ya los políticos, ya el acuerdo entre ambos) la decisión acerca de cuáles son las creencias y normas morales comunes a todas las comunidades religiosas que se deben introducir en el ordenamiento jurídico de la comunidad política, y cuáles no.
Este tipo de planteamientos, parten de la falsa idea, también generalizada en nuestros días, de que todas las religiones son buenas, verdaderas e igualmente válidas para la salvación.
Basta un mínimo de lógica y sentido común para percatarse de lo absurdo de la idea. Desgraciadamente, como bien expresa un conocido dicho, el sentido común es, actualmente, el menos común de los sentidos.
¿Cómo van a ser igualmente verdaderas una religión –la cristiana- que predica haber sido revelado por Dios que es un Ser Trino en personas, y otra –la islámica- que predica haber sido revelado por Dios que el dogma de la Trinidad es falso? Es evidente para cualquiera que, o Dios es un mentiroso que a unos dice una cosa y a otros la contraria, o las dos afirmaciones son falsas, o una sola es la verdadera. Lo que es totalmente imposible, es que ambas sean ciertas.
Y, si atendemos de nuevo a las implicaciones sociales derivadas de la inspiración religiosa de una comunidad política, ¿no es indiscutible que éstas variarán sustancialmente según la religión que se adopte como referencia?
Una comunidad política de inspiración islámica admite la poligamia. Una comunidad política católica, no.
Una comunidad política de inspiración hindú divide la sociedad en castas a las que se asigna, no en función de sus méritos, sino de su nacimiento en el seno de una determinada casta, distintos derechos y deberes. Una comunidad católica, no.
Una comunidad política de inspiración anglicana permite el divorcio. Una comunidad política católica, no.
Una comunidad política de inspiración calvinista favorece el capitalismo. Una comunidad católica, no.
Así pues, queda claro que la vida social de una comunidad política que se inspire en el ateísmo, en el agnosticismo, en el indiferentismo, en el sincretismo, o en cualquier falsa religión, es muy diferente de la de una comunidad política que se inspire en el catolicismo.
La religión católica es la única verdadera, y la interpretación católica de la vida es el más sólido cimiento sobre el que quepa y deba construirse todo recto y justo orden social, para bien de todos los hombres, también de los que no son cristianos, y aun de los que no son creyentes. Para todos. 
En conclusión, amigos y camaradas, pienso que no hay razón para poner en cuestión la confesionalidad católica de la Falange y del nuevo Estado Nacionalsindicalista.
Pienso que así lo ha entendido el Congreso Nacional de Militantes de FE-La Falange celebrado en noviembre de 2001, al aprobar, con el apoyo de la inmensa mayoría de los representantes de la militancia falangista, la inclusión en la Ponencia Ideológica presentada al Congreso, de expresiones como estas: “Es el mejor legado doctrinal de José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo, Ramiro Ledesma y Julio Ruiz de Alda, la sustancia ideológica sobre la que se construye el movimiento político FE-La Falange, uniendo bajo una misma bandera el mensaje de verdadera Justicia Social en lo material, con la defensa de los valores espirituales de la Tradición Española. Esto supone por un lado, la defensa del sindicalismo como alternativa al capitalismo, y por otro lado la afirmación de la existencia de verdades absolutas y universales (el Bien, la Verdad, la Justicia, etc) que son categorías permanentes de razón y que España históricamente ha defendido desde la cosmovisión católica. Por ello reafirmamos nuestra creencia en que la interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera, y, además, históricamente la española”. “La Falange concibe a España como Patria, es decir, como unidad orgánica de convivencia y de destino colectivo del pueblo español, como proyección espiritual colectiva definida como misión, como empresa diferenciada cuyo sentido histórico se fundamenta en la fidelidad, generación tras generación a la idea fundacional de España y a nuestra tradición española católica frente al pensamiento liberal de la modernidad, hijo, como el capitalismo, del pensamiento protestante y de la Revolución Francesa”. “España no es una invención. Es una de las naciones más antiguas del mundo, tiene una esencia permanente a lo largo de siglos y generaciones, cuyo pueblo encarna un destino universal con su propia cultura que es occidental y su religiosidad que es católica. Así lo ha creído y lo ha defendido siempre Falange Española”.
Permitidme que termine manifestándoos, de manera resumida y sintética, cuál debería ser, en mi humilde opinión personal, -e insisto en que se trata de mi opinión, no, de momento, de una declaración oficial de FE-La Falange- la postura pública de La Falange ante la Iglesia y la Religión católicas.
Partiendo de que Falange Española confiesa que la interpretación católica de la vida es la verdadera, y reconoce además, que es históricamente la española, la Fe católica impregna, inspira e ilumina todas y cada una de las propuestas que, en los distintos aspectos de la cosa pública propugna el nacionalsindicalismo.
Inspira un humanismo trascendente y teocéntrico basado en la idea del hombre portador de valores eternos, con un alma capaz de condenarse o salvarse. Libre y responsable a la vez. Sujeto de una dignidad que merece todo respeto.
Inspira un patriotismo concebido como misión, como quehacer permanente que, por encima de diferencias lingüísticas, étnicas, consuetudinarias o folklóricas –todas ellas legítimas y enriquecedoras- aglutina a los hombres, clases y pueblos diversos de esta realidad histórica llamada España, en la tarea común de incorporar y reincorporar al resto del mundo a la “Universitas Christiana”.
Inspira la idea de una sociedad autoorganizada de abajo a arriba. Partiendo del individuo, y pasando por las unidades naturales de convivencia: la familia, la escuela, el municipio, la asociación profesional, y otros tantos cuerpos intermedios, que, conforme al principio de subsidiariedad, deben convertirse en cauces de participación política, hasta culminar en el Estado.
Inspira la búsqueda de una economía al servicio de la persona. Una economía en la que los bajos apetitos de la materia estén subordinados al freno de la moral. Una economía en la que el trabajo tenga la primacía sobre el capital. Una economía en la que el contrato de sociedad vaya sustituyendo al contrato laboral. Una economía en la que verdaderamente se facilite el acceso de todos los trabajadores que lo deseen y merezcan, a la participación en los beneficios, la gestión y la propiedad de aquellas empresas a las que aportan el concurso de su esfuerzo manual o intelectual.
Inspira esa ética y estilo que han de incorporar a sus vidas quienes sientan la vocación de transformar España y a los españoles cambiando no sólo su manera de pensar, sino sobre todo su manera de ser. Esa ética y estilo que han de vivir quienes se vean llamados -si llega la ocasión- a regir los destinos de nuestra Patria, si no quieren claudicar ante las seductoras tentaciones que se les pueden presentar en el mundo hoy corrompido de la política; si no desean defraudar las esperanzas depositadas sobre ellos por el resto de sus compatriotas; si pretenden sinceramente que todas las potencialidades de una doctrina sana y regeneradora como la del nacionalsindicalismo, que ellos están destinados a poner en práctica, no se vean esterilizadas por una conducta arribista, claudicante, posibilista y acomodaticia.
La Falange incorpora, por tanto, el sentido católico a la reconstrucción nacional.
Para ello el Estado que quiere la Falange se ha de inspirar en el espíritu religioso católico, tradicional en España, y concordar con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos.
Esto no significa que el Estado vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional.
No significa tampoco que el Estado vaya a perseguir a los no católicos, ni mucho menos tratar de imponerles la fe cristiana o las prácticas religiosas que ella conlleva.
No significa que el Estado vaya a excluir de toda participación en la vida pública (política, económica, social, cultural...) a quienes no sean creyentes o profesen otra religión.
No significa, por otra parte, que el Estado pretenda inmiscuirse en asuntos que son de estricta competencia de la Iglesia, o usurpar funciones que sólo a ella corresponden.
No quiere decir tampoco, que la Iglesia deba avalar o admitir a priori todos los actos y pormenores del Estado que se profesa oficialmente católico, que no por eso dejan de ser mejorables o discutibles.
No significa que el Estado pueda arrogarse la pretensión de que la autoridad eclesiástica comparta con él la responsabilidad por sus actuaciones o los resultados obtenidos como consecuencia de las mismas, comprometiendo el buen nombre e independencia de la Iglesia.
No significa, por último, que el Estado se atribuya a sí mismo o a un solo grupo en concreto el monopolio de la inspiración cristiana, y vaya a prohibir, menospreciar, descalificar o excluir de los cauces políticos, económicos y sociales de participación y representación, la legítima pluralidad de opciones o proyectos, que en lo opinable, y dentro de los mínimos límites establecidos por la verdadera fe y la sana moral, pueden agrupar a los católicos en asociaciones o corrientes diversas.
Significa que el Estado, en cuanto que sociedad perfecta, debe hacer suyo e inscribir en su Constitución o Ley Fundamental, el compromiso de observar y cumplir el deber moral para con la religión católica y la única Iglesia de Cristo, al que están obligadas todas las sociedades. Deber moral que comprende cuatro aspectos o exigencias:
Primero; el reconocimiento de la soberanía de Dios -de Quien procede toda Autoridad- y la profesión pública del culto que el mismo Dios ha querido se Le tribute.
Segundo; la inspiración cristiana del ordenamiento jurídico, y el acatamiento de la Autoridad de la Iglesia, como instancia suprema, última e inapelable, en lo que se refiere a la recta interpretación de la ley moral revelada y natural, fundamento y fuente de inspiración indispensable de la ley civil.
Tercero; el reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia con carácter de sociedad perfecta, cuyas potestades no las recibió del Estado, sino directamente de Jesucristo.
Y cuarto; la colaboración para la puesta en marcha de la recristianización y evangelización de la sociedad, misión que concierne a la Iglesia, pero para la cual ésta tendrá en el Estado su mayor apoyo.
Aun siendo consciente de que la realidad sociológica de España ha cambiado desde su fundación en 1933 hasta hoy; sin dejar de ignorar que el avance y consolidación de un perverso proceso de secularización, ha llevado y sigue llevando a muchos españoles a la apostasía, la indiferencia religiosa o la tibieza, hasta el punto de que probablemente -y lamentablemente- España pronto podría dejar de ser -si no ha dejado de serlo ya y si no reaccionamos urgentemente- una nación sociológicamente católica; y sabiendo que probablemente la situación de alejamiento de la fe y enfriamiento de la caridad que hoy vive España, no va a cambiar de la noche a la mañana; La Falange no puede dejarse aplastar por los hechos, ni mucho menos darlos por consumados, inevitables e irreversibles, sino que ha de influir en ellos para cambiarlos, o incluso combatirlos, con el fin de transformar España y ayudar a transformar el mundo, preparando el terreno para que la semilla divina de la fe y de la gracia pueda caer en suelo fértil, echar raíz y fructificar.
Para esta tarea de regeneración moral, la Falange ha de convocar especialmente a todos los creyentes católicos españoles.
Ahora bien, ello no significa que tenga que despreciar la colaboración y militancia de aquellos que no profesan la Fe católica, ya sea porque practican otras creencias religiosas, ya sea porque son agnósticos o indiferentes en materia de religión, siempre y cuando no sean –eso sí- hostiles a la Religión Católica, beligerantes contra la Iglesia y contrarios a la instauración cristiana del orden temporal. La Falange, que no ignora que la ley natural puede ser conocida -aunque muy difícil e inseguramente- a la luz de la razón, y que muchos, aun sin profesar la religión católica, e incluso sin ser todavía conscientes de la íntima conexión existente entre los planteamientos político-económicos de la Falange y la cosmovisión cristiana, comparten estos planteamientos, no puede rechazar, sino que por el contrario, ha de aceptar y reclamar, -como ha venido haciendo hasta ahora, aunque no sin antes haber tomado todas las precauciones dentro del Movimiento para evitar que nadie pueda desde dentro cambiar la orientación cristiana de La Falange- la cooperación de todos aquellos hombres y mujeres de buena voluntad que, no habiendo acogido aún el don sobrenatural de la fe, deseen contribuir a la difusión y triunfo de la causa nacionalsindicalista.
El camino hacia la conquista del Estado puede ser largo, y larga puede ser la espera hasta que se den las condiciones que hagan posible la instauración de un Estado católico.
Tal vez no sea factible lograrlo de un modo inmediato.
Tal vez las circunstancias puedan aconsejar, por razones estratégicas y tácticas, -dentro de unos mínimos límites- soluciones graduales e intermedias, que vayan desde la defensa aislada -por otro lado irrenunciable- de algunos principios, valores y derechos, como la familia, el matrimonio, la vida del no nacido, la mejora de las condiciones laborales, etc, hasta la reivindicación más explícita de un orden acorde con la ley natural, que comprende la asunción y protección de todos y cada uno de esos principios, valores y derechos. Pero la Falange no debe olvidar ni ocultar jamás que tales soluciones, por incompletas, no pueden ser sino pasajeras, coyunturales y transitorias; y que, por lo tanto, en todo momento la Falange ha de empujar a la sociedad y a la comunidad política en un sentido que las conduzca hacia la meta -que no se debe nunca perder de vista- de alcanzar un Estado conforme a la Tradición de nuestra Patria y al Magisterio de la Iglesia. Un Estado que tenga su fundamento y su fin último en Dios, sin el Cual, aquellos principios, aquellos valores, aquellos derechos, y aquél orden natural, carecen de base sólida.
Por último, camaradas y amigos, voy a terminar repitiendo las palabras con las que Rafael Sánchez Mazas, miembro destacado de la Junta Política de Falange Española de las J.O.N.S. y uno de los más relevantes pensadores falangistas, concluyó su intervención en el que sería el último de los mitines celebrado por La Falange antes del comienzo de la Cruzada de Liberación Nacional acaudillada por el Generalísimo Franco: “La política de la Falange es ante todo una política de predominio de los valores espirituales; la política de la Falange va sobre todo a reconquistar en el alma de España a los hombres de España. La Falange vela las armas, la Falange quiere el alma, la fe, la caridad: la Falange quiere la justicia, la Falange quiere ir a la lucha viendo la dependencia de las cosas con las leyes divinas, no con las leyes humanas. Éste es el único valor. Cuando decimos una unidad de destino no decimos nada si no agregamos una defensa de las cosas divinas. Hoy nos toca caminar sobre el fango de esta contienda electoral. Muchas veces os he dicho que tenemos que combatir atravesando esos caminos para servir a las ideas inmortales y divinas, a las ideas rectoras. No nos ha gustado hablar de cosas religiosas, pero nos va a tocar representar en esta España la más auténtica fibra religiosa. Preparaos, pues, a recibir en algún día claro y grande, la universal consigna que fue dando a cada una de las galeras de la flota de Lepanto don Juan de Austria: ¡Cristo es nuestro Capitán General! ¡Arriba España!





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