José Antonio y la Tradición




Conferencias pronunciadas el 19 de abril de 2004 en Gerona, en la Sede de la Comunión Tradicionalista (invitado por la Asociación Gerona Inmortal) y el 20 de abril de 2004 en Barcelona en la Sede de la Asociación de Estudios Sociales (ADES)



José María Permuy Rey

LA TRADICIÓN EN JOSÉ ANTONIO

Para poder hablar de la Tradición en José Antonio, primeramente hemos de tratar de definir qué es la Tradición.

Luis María Sandoval, en una obra titulada José Antonio visto a derechas, en la que, precisamente, evalúa la aportación de José Antonio a la tradición española y su puesto en ella, y cuya lectura recomiendo vivamente, define la tradición como "la transmisión entre generaciones de usos e instituciones".


"Reciben el nombre de tradición tanto el proceso de transmisión como el contenido que se nos transmite.

En el primer sentido, es una acción, una dinámica, en la que el papel determinante lo juega la generación receptora, que puede aceptar el legado que recibe o desdeñarlo. Los vivos, más que los antepasados, son los protagonistas de la tradición.

En el segundo, es el acervo heredado, asumido y vigente. Tradición es entonces un conjunto de iniciativas que han perdurado más allá de su generación, y que se han consolidado por resultar satisfactorias.

Las tradiciones son progresos que han cuajado en éxitos. Aunque no se debe entender en el sentido de la consagración de los hechos consumados, porque en tradición no se integran todos aquellos elementos cuyo vigor ha dejado huella de modo que influyen en el presente, sino sólo aquellos que merecen conservarse con aprecio. Las tradiciones tienen siempre un carácter ejemplar ".

Estas consideraciones sobre la tradición coinciden con las de los principales pensadores tradicionalistas.

En palabras de Mella “tradición quiere decir transmisión de un caudal de ideas, de creencias, de aspiraciones, de instituciones, de una generación a otra, fundada en un derecho y en un deber: el derecho que tiene la generación que ha producido el patrimonio o parte del patrimonio espiritual y material de un pueblo, a que pase a las generaciones venideras; y el deber que tiene la generación de desarrollarle, no de mermarle ni destruirle, y privar de él a los venideros”.

La tradición, condensación acumulada del quehacer humano,  es [como dice Francisco Elías de Tejada] historia viva. Y por ser viva, es cambiante en cada generación que la recoge y la transmite.

Lo que recibimos de los antepasados no es lo mismo literalmente que transmitimos a los descendientes: porque en la masa cultural que retransmitimos hemos insertado nuestra aportación propia, los frutos de nuestro obrar personal.

Una tradición inmutable será cosa muerta, arqueología petrificada, bloque inútil, quimera inconcebible. Si los hombres no transmitiesen la tradición recibida adosándole sus personales improntas, la tradición sería un cadáver”.

Por otra parte, “la tradición no se confunde con el entero quehacer de los antepasados”. “No significa la tradición una transmisión a secas de cuanto en lo ido aconteció, sino únicamente la entrega de aquello que poseyó fuerzas vitales suficientes para influir en nuestro actual acontecer”.

Hay, pues, saberes, conductas, hechos, que por su eficacia y vigor son  transmitidos a las generaciones venideras, otros, por carecer de vitalidad, de perennidad, no.

Hasta aquí, una definición y descripción de Tradición en general.

Ahora bien, como acertadamente precisa el pensador tradicionalista Elías de Tejada, “la tradición de las Españas ofrece una particularidad, cifrada en la concepción cristiana del hombre y de la historia, de la cual resulta una serie de criterios con los que ha de calificarse la calidad de los elementos integrantes de la tradición sociológicamente recibida.

Por eso, al lado de la selección sociológica, resultante de los vigores eficaces de los quehaceres humanos, ha de tenerse en cuenta la depuración de los hechos según sean morales o no, según sean o no buenos, ha de tenerse en cuenta la selección moral”.

“Aplicando estos criterios a la tradición de las Españas, es fácil descubrir los tres rasgos de su ser:

a) Es la condensación en presente de una secular historia.

b) Recoge la diversidad una de las gentes españolas, tal como lo español vino labrándose en maravillosa artesanía social y política, generación tras generación.

c) E incorpora lo católico como fórmula magna de lo moral en la vida de los hombres”.

En vano encontraremos en José Antonio definiciones tan precisas y completas sobre la Tradición, como las que nos ofrecen pensadores carlistas y contrarrevolucionarios anteriores y posteriores a la vida pública del fundador de Falange.

A diferencia de otros tradicionalistas, José Antonio no se detuvo en explicar profundamente muchas de las premisas y bases teológicas, filosóficas, y doctrinales de sus propuestas ideológicas. En mi opinión, no porque no fuera consciente de ellas, tampoco porque no diera importancia a la fundamentación última de su ideario, sino por las circunstancias en que hubo de desarrollar su actividad política, en una coyuntura en la que los vertiginosos acontecimientos sociales del momento le impidieron tomarse el tiempo y la calma necesarios para expresar con la debida hondura los presupuestos de su pensamiento.

De hecho, es durante su prisión en Alicante, cuando su encarcelamiento forzoso le priva de participar en la ajetreada actividad política a que se veía apremiado hasta entonces, cuando empieza a escribir lo que parece un esbozo de texto doctrinal con pretensiones de abarcar, de un modo ordenado y sistemático, la totalidad de los temas propios de un tratado político, al estilo del “Estado Nacional” de Víctor Pradera. Me refiero a su “Cuaderno de notas de un estudiante europeo”, que es, sin duda, de entre todos los escritos de José Antonio, el que de un modo más claro y explícito refleja la cosmovisión católica, tradicionalista y contrarrevolucionaria del fundador de la Falange.

Es importante tener presentes estas consideraciones antes de seguir adelante en el estudio de la Tradición en José Antonio. Porque de lo contrario se puede caer en dos extremos, a mi juicio, igualmente errados. De un lado pensar que José Antonio no es un pensador y político propiamente tradicionalista, como piensan algunos tradicionalistas, especialmente de entre los carlistas. De otro lado, creer que el nacionalsindicalismo de José Antonio es un corpus doctrinal nuevo, cerrado y completo, que no debe nada a nadie, ni puede ser mejorado por nadie, como desgraciadamente opinan muchos de sus admiradores y seguidores, empezando por buena parte de los falangistas.

Como intentaré demostrar, José Antonio es heredero del pensamiento tradicionalista español.

Tanto es así, que estoy firmemente convencido que no es posible comprender radicalmente la doctrina joseantoniana sin conocer los escritos de los principales autores tradicionalistas españoles, entre los cuales figuran en lugar destacado, los de obediencia carlista.

Ximénez de Sandoval, uno de sus biógrafos afirma la influencia que ejercieron en José Antonio pensadores como Donoso Cortés, Balmes y Vázquez de Mella. Es también conocida su devoción por Maeztu.

El primero de los tradicionalistas en reconocer públicamente el sentido tradicional del ideario joseantoniano, fue Víctor Pradera, en un artículo aparecido en la revista Acción Española a finales de 1933, en el que, comentando el discurso de José Antonio Primo de Rivera en el mitin del Teatro de la Comedia de Madrid, asegura que entre la doctrina tradicionalista y las ideas expuestas por José Antonio, “en lo fundamental, la coincidencia es notoria”.

La Tradición, como hemos visto, es transmisión de ideas, creencias, aspiraciones e instituciones de una generación a otra, que tiene el deber de legarlas, mejoradas, a las futuras.

José Antonio acepta e incorpora a su ideario ese concepto de Tradición. Para el fundador de la Falange  [cito sus propias palabras] “España, aunque no sea ni mejor ni peor que las demás naciones, desde luego es distinta. Tiene características muy acusadas, que es preciso respetar, si no se quiere ir al fracaso, porque sería necio el luchar contra la Naturaleza. Por otra parte, la tradición española es demasiado fuerte y rica, y nosotros no vamos a cometer el desatino de desaprovechar esas existencias y lecciones de la tradición. Nuestro país ha vivido anteriormente muchas experiencias sociales, políticas y económicas que hoy en el mundo empiezan a reivindicarse. Tenemos en nuestra Historia ejemplos de legislación agraria y ganadera que puede hoy mismo aplicarse con feliz eficacia; así como la organización por gremios y oficios, y los fueros municipales, y los montes y bienes comunales, y la "mesta", y tantas otras costumbres que nacieron y prosperaron a impulso de la necesidad propia y característica de la raza” (El Pueblo Vasco, de San Sebastián, 9 de enero de 1935)

José Antonio entiende la Tradición como un proceso vivo, dinámico, la Tradición, según sus propias palabras “no como remedo, sino como sustancia; no con ánimo de copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con ánimo de adivinación de lo que harían en nuestras circunstancias” (Prólogo al libro ¡Arriba España! de J. Pérez de Cabo. Agosto de 1935).

Coincide José Antonio con el pensamiento tradicional español en su visión de la historia, especialmente de la historia de la civilización occidental y de España.

Al igual que los más genuinos teóricos de la contrarrevolución, José Antonio, cree que “todo proceso histórico es, en el fondo, un proceso religioso. Sin descubrir el substratum religioso no se entiende nada” (Cuaderno de notas de un estudiante europeo. Septiembre de 1936). Desde esa perspectiva, José Antonio  considera que Europa vivió sus mejores tiempos durante la alta edad media, especialmente durante “el siglo XIII, el siglo de Santo Tomás. En esta época la idea de todos es la “unidad” metafísica, la unidad en Dios; cuando se tienen estas verdades absolutas todo se explica, y el mundo entero, que en este caso es Europa, funciona según la más perfecta economía de los siglos” (Conferencia pronunciada en el Teatro Calderón de Valladolid. 3 de marzo de 1935).

Al igual que todos los contrarrevolucionarios que le precedieron, José Antonio estima que el origen del desorden social contemporáneo se halla en la Reforma protestante, que es tan sólo la primera de las fases de un proceso revolucionario continuado y agravado por la revolución francesa primero, y por la revolución soviética más tarde.

“Del siglo XIII al XVI, el mundo vivió una vida fuerte, sólida, en una armonía total; el mundo giraba alrededor de un eje. En el siglo XVI empezó esto ya a ponerse en duda. El siglo XVII introdujo el libre examen, se empezó a dudar de todo. El siglo XVIII ya no creía en nada” (Conferencia pronunciada en el Círculo Mercantil de Madrid. 9 de abril de 1935).

“La presente situación del mundo es, ni más ni menos, la última consecuencia de la Reforma. En el protestantismo están ya en germen: la civilización mecánica; la interpretación económica de la vida (el éxito en los negocios humanos, señal de predestinación; idea calvinista); el capitalismo (por oposición a la función feudal de la propiedad); el optimismo (los calvinistas creen que no todos los hombres son llamados a la gracia, pero ellos se sienten todos llamados a la gracia)” (Cuaderno de notas de un estudiante europeo. Septiembre de 1936).

“España estaba exactamente a punto (en forma) cuando el mundo presentó aquella coyuntura. España entonces asumió resueltamente la causa de la unidad católica: bula de Alejandro VI, Trento, Lepanto, Valtelina, Guerra de los 30 años...” (Cuaderno de notas de un estudiante europeo. Septiembre de 1936). “La unidad católica: sentido total de la vida religiosa en la Edad media, es decir, ni sacrificio del individuo a la colectividad ni disolución de la colectividad en individuos, sino síntesis del destino individual y el colectivo en una armonía superior, a la que uno y otro sirven”. (José Antonio. Cuaderno de notas de un estudiante europeo. Septiembre de 1936).

“España supo ser fuerte, sobria, austera y supo sacrificarse por lo espiritual, sabiendo ser heroica sobre todas las cosas y hacer morir a los suyos cuando hizo falta. España no tuvo banderías mientras no perdió su fuerza. Y sin banderías y sin partidos políticos luchó gloriosamente, teniendo por escenario toda la faz de la tierra y por enemigo nada menos que a Satanás” (Discurso pronunciado en Cáceres. 4 de febrero de 1934).

“España en el siglo XVI es el brazo ejecutor de Dios” (Conferencia pronunciada en el Ateneo de Santander. 14 de agosto de 1934).

Pero, “España comienza a perder su propio estilo y personalidad cuando por obra de las doctrinas rousseanianas y de la Revolución francesa, surgen  las divisiones en territorios y regiones; cuando, por no mirarse de frente a España, abarcándola total y absolutamente, sino desde un punto de vista  particular de clase o de interés, nacen los partidos políticos; esto es, cuando se niega la existencia de ciertas verdades permanentes, se admite  la teoría absurda de que las sociedades políticas son consecuencia de un pacto expresado mediante sufragio” (Discurso pronunciado en Callosa de Segura. 22 de julio de 1934).

Esta situación nefasta en que se encuentra nuestro mundo contemporáneo, requiere, en opinión de José Antonio, de una “solución religiosa: el recobro de la armonía del hombre y su entorno en vista de un fin trascendente. Este fin no es la patria, ni la raza, que no pueden ser fines en sí mismos: tienen que ser un fin de unificación del mundo, a cuyo servicio puede ser la patria un instrumento; es decir, un fin religioso. -¿Católico? Desde luego, de sentido cristiano” (Cuaderno de notas de un estudiante europeo. Septiembre de 1936).

El reconocimiento de la religión católica como fundamento del origen, historia, vocación, identidad y revitalización de España, así como de las raíces y de la restauración social de Europa, y, por otra parte, y principalmente, como verdad objetiva, inmutable e indiscutible que debe inspirar no sólo la vida privada, sino la vida pública de las personas, no sólo los criterios y conductas de los individuos sino los de las sociedades, es otra de las características que unen íntimamente a José Antonio con el pensamiento tradicional español y prueba de su fidelidad a la específica tradición española, que no puede ser entendida sin esa profunda impregnación cristiana que le es consustancial.

José Antonio hace confesar a la Falange que “la interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera”. (Puntos Iniciales de Falange Española 7 de diciembre de 1933) No dice, por cierto, “es verdadera”, como si otras pudieran serlo igualmente, sino “la verdadera”, esto es, la única verdadera, con exclusión de todas las demás. Esta afirmación, aparece en los Puntos Iniciales de Falange Española, y no es, pues, una mera confesión de fe personal de su fundador, sino una profesión pública de fe católica del movimiento falangista, que no es lo mismo.

Esos mismos Puntos Iniciales afirman que “el Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos”. (Puntos Iniciales de Falange Española 7 de diciembre de 1933)

La religión católica, no sólo es para la Falange la verdadera, sino que es, además “históricamente, la española”, la “tradicional en España”. “Por su sentido de catolicidad, de universalidad, ganó España al mar y a la barbarie inmensos continentes desconocidos. Los ganó para incorporar a quienes los habitaban a una empresa universal de salvación”. (Puntos Iniciales de Falange Española 7 de diciembre de 1933)

Para la Falange joseantoniana, “toda reconstrucción de España ha de tener un sentido católico” (Puntos Iniciales de Falange Española 7 de diciembre de 1933) y, consecuentemente, la Falange declara que “incorpora el sentido católico –de gloriosa tradición y predominante en España- a la reconstrucción nacional” (Norma Programática de Falange Española de las JONS, Noviembre de 1934).

Es, sin duda, tradicional, la noción joseantoniana de Patria.

Según el profesor Elías de Tejada, “su férvido españolismo, y su vocación de tradicionalista, pusieron en labios de José Antonio Primo de Rivera una definición de las Españas que coincide a la letra con nuestra concepción [la concepción carlista] de la monarquía federativa”.

Para  José Antonio,  frente al concepto romántico y liberal de nación, “España no es nuestra, como objeto patrimonial; nuestra generación no es dueña absoluta de España; la ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores, y ha de entregarla, como depósito sagrado, a las que la sucedan” (FE, 19 de julio de 1934). España es “una realidad histórica con un destino universal que cumplir” (Jaén, 7 de abril de 1935); “España no es sólo esta tierra; para los más escenario de un hambre de siglos. España no es nuestra sangre, porque España tuvo el acierto de unir en una misma gloria a muchas sangres distintas. España no es ni siquiera este tiempo, ni el tiempo de nuestros padres, ni el tiempo de nuestros hijos. España es una unidad de destino en lo universal. Eso que nos une a todos y unió a nuestros abuelos y unirá a nuestros descendientes en el cumplimiento de un mismo gran destino en la historia” (Sevilla, 22 de diciembre de 1935)La Falange sabe muy bien que España es varia, y eso no le importa. Justamente por eso ha tenido España, desde sus orígenes, vocación de Imperio. España es varia y es plural, pero sus pueblos varios, con sus lenguas, con sus usos, con sus características, están unidos irrevocablemente en una unidad de destino en lo universal. No importa nada que se aflojen los lazos administrativos, mas con una condición: con la de que aquella tierra a la que se dé más holgura tenga tan afianzada en su alma la conciencia de la unidad de destino, que no vaya a usar jamás de esa holgura para conspirar contra ella” (Madrid, 19 de mayo de 1935) “Entendida  España así, no puede haber roce entre el amor a la tierra nativa, con todas sus particularidades, y el amor a la Patria común, con lo que tiene de unidad de destino. Ni esta unidad habrá de descender a abolir caracteres locales, como ser, tradiciones, lenguas, derecho consuetudinario, ni para amar estas características locales habrá que volverse de espaldas –como hacen los nacionalistas- a las glorias del destino común” (Pamplona, 15 de agosto de 1934).

Otra característica tradicionalmente católica y española que incorpora José Antonio al ideario falangista es el corporativismo  social en conformidad con el principio de subsidiariedad.

A pesar del uso inicial de la expresión “Estado totalitario”, el pensamiento de José Antonio estaba muy lejos de justificar la estatolatría. Como él mismo advirtió en su día, “mañana, pasado, dentro de cien años, nos seguirán diciendo los idiotas: queréis desmontarlo [el Estado liberal] para sustituirlo por otro Estado absorbente, anulador de la individualidad. Para sacar esta consecuencia, ¿íbamos nosotros a tomar el trabajo de perseguir los últimos efectos del capitalismo y del marxismo hasta la anulación del hombre? Si hemos llegado hasta ahí y si queremos evitar eso, la construcción de un orden nuevo la tenemos que empezar por el hombre, por el individuo, como occidentales, como españoles y como cristianos; tenemos que empezar por el hombre y pasar por sus unidades orgánicas, y así subiremos del hombre a la familia, y de la familia al Municipio y, por otra parte, al Sindicato, y culminaremos en el Estado, que será la armonía de todo” (Madrid, 19 de mayo de 1935). “El individuo, como portador de un alma, como titular de un patrimonio; la familia, como célula social; el Municipio, como unidad de vida, restaurado otra vez en su riqueza comunal y en su tradición; los Sindicatos, como unidad de la existencia profesional y depositarios de la autoridad económica que se necesita para cada una de las ramas de la producción. Cuando tengamos todo esto, cuando se nos integre otra vez en un Estado servidor el destino patrio, cuando nuestras familias y nuestros Municipios, y nuestros Sindicatos, y nosotros, seamos, no unidades estadísticas, sino enteras unidades humanas, entonces, aunque no formemos cola a las puertas de los colegios para echar los papelitos que acaso nos obligaron a echar nuestros usureros o nuestros amos, entonces sí podremos decir que somos hombres libres” (Sevilla, 22 de diciembre de 1935). “Así, el nuevo Estado habrá de reconocer la integridad de la familia, como unidad social; la autonomía del Municipio, como unidad territorial, y el sindicato, el gremio, la corporación, como bases auténticas de la organización total del Estado” (FE, núm.1, 7 de diciembre de 1933). “Interviene, pues, el individuo en el Estado como cumplidor de una función, y no por medio de los partidos políticos; no como representante de una falsa soberanía, sino por tener un oficio, una familia, por pertenecer a un municipio. Se es así, a la vez que laborioso operario, depositario del poder. Los sindicatos son cofradías profesionales, hermandades de trabajadores, pero a la vez órganos verticales en la integridad del Estado. Y al cumplir el humilde quehacer cotidiano y particular se tiene la seguridad de que se es órgano vivo e imprescindible en el cuerpo de la Patria. Se descarga así el Estado de mil menesteres que ahora innecesariamente desempeña. Sólo se reserva los de su misión ante el mundo, ante la Historia. Ya el Estado, síntesis de tantas actividades fecundas, cuida de su destino universal. Y como el jefe es el que tiene encomendada la tarea más alta, es él el que más sirve. Coordinador de los múltiples destinos particulares, rector del rumbo de la gran nave de la Patria, es el primer servidor; es como quien encarna la más alta magistratura de la tierra, "siervo de los siervos de Dios". (Arriba, núm. 3, 4 de abril de 1935)

Por tanto, según José Antonio, “la divinización del Estado es cabalmente lo contrario de lo que nosotros apetecemos. Nosotros consideramos que el Estado no justifica en cada momento su conducta, como no la justifica un individuo, ni la justifica una clase, sino en tanto se amolda en cada instante a una norma permanente. Mientras que diviniza al Estado la idea rousseauniana de que el Estado, o los portadores de la voluntad que es obligatoria para el Estado, tiene siempre razón; lo que diviniza al Estado es la creencia en que la voluntad del Estado, que una vez manifestaron los reyes absolutos, y que ahora manifiestan los sufragios populares, tiene siempre razón. Los reyes absolutos podían equivocarse; el sufragio popular puede equivocarse; porque nunca es la verdad ni es el bien una cosa que se manifieste ni se profese por la voluntad. El bien y la verdad son categorías permanentes de razón, y para saber si se tiene razón no basta preguntar al rey –cuya voluntad para los partidarios de la soberanía absoluta era siempre justa–, ni basta preguntar al pueblo –cuya voluntad, para los rousseaunianos es siempre acertada–, sino que hay que ver en cada instante si nuestros actos y nuestros pensamientos están de acuerdo con una aspiración permanente. Por eso es divinizar al Estado lo contrario de lo que nosotros queremos. Nosotros queremos que el Estado sea siempre instrumento al servicio de un destino histórico, al servicio de una misión histórica de unidad” (Discurso pronunciado en el Parlamento el 19 de diciembre de 1933)

“La idea del destino justificador de la existencia de una construcción (Estado o sistema), llenó la época más alta que ha gozado Europa: el siglo XIII, el siglo de Santo Tomás. Y nació en mentes de frailes. Los frailes se encararon con el poder de los reyes y les negaron ese poder en tanto no estuviera justificado por el cumplimiento de un gran fin: el bien de los súbditos.

Aceptada esta definición del ser –portador de una misión, unidad cumplidora de un destino–, florece la noble, grande y robusta concepción del "servicio". Si nadie existe sino como ejecutor de una tarea, se alcanza precisamente la personalidad, la unidad y la libertad propias "sirviendo" en la armonía total” (Arriba, núm. 3, 4 de abril de 1935)

Muchos otros aspectos unen a José Antonio con el pensamiento tradicional español: su oposición al liberalismo filosófico, político y económico, de un lado; y del otro, a todo socialismo; su defensa de la unidad de mando y de poder, que no deja de ser una concepción monárquica, si bien, al contrario que los tradicionalistas carlistas, no la vincula a la fidelidad a una dinastía en concreto, ni se pronuncia a favor o en contra de una determinada forma de gobierno; sus propuestas económicas alternativas al capitalismo y al comunismo…

En mi opinión, José Antonio es un eslabón más de una larga cadena de pensadores tradicionalistas españoles. Una cadena que nosotros hemos de continuar alargando, recogiendo el legado que nuestros antecesores nos transmitieron y buscando la manera de transmitirlo, con sano realismo, a los hombres y a las sociedades de nuestro tiempo, que no es el tiempo de un Mella, ni el tiempo de un José Antonio, obviamente.

Como escribiera José Antonio, no se trata de copiar lo que hicieron nuestros antepasados, sino de adivinar lo que harían en nuestras circunstancias a la luz de los principios sustantivos de la tradición, que han de comunicarse a nuestros contemporáneos e injertarse en nuestras comunidades tal vez con otras maneras, envueltos en otras formas, pero con absoluta fidelidad a lo que les es esencial.

Que Dios nos ayude en el empeño.



FALANGE, CARLISMO Y CUESTIÓN SOCIAL

El fundador de la Falange estimaba el carlismo como “un ideal de los más hondos, de los más completos y de los más difíciles”1.

Según Ximénez de Sandoval que, como amigo y camarada le trató y conoció personalmente, José Antonio encuentra su “fórmula nacional” “en la entraña de los pensadores tradicionalistas, sobre todo en Vázquez de Mella, cuyas obras lee apasionadamente –como las de sus predecesores, Donoso Cortés y Balmes-, hallando en ellas gran parte de la sustancia que, cuando su pensamiento genial dé con la fórmula externa de acuerdo con los tiempos, nutrirá la doctrina de la Falange”2.

La afinidad entre el pensamiento tradicionalista y el de José Antonio es tal que, pocos días después del Mitin de la Comedia, Víctor Pradera –uno de los teóricos tradicionalistas del siglo XX- publicaba un artículo en Acción Española en el que, tras ir comparando punto por punto el discurso de Primo de Rivera con los postulados de la Tradición, concluye: “en lo fundamental, la coincidencia es notoria”3. Según José Luis Zamanillo, que fue delegado nacional del Requeté y diputado carlista durante la república, tal coincidencia es “esencial”4.

Más recientemente, un carlista del renombre de Javier Nagore ha llegado a afirmar que los principios que profesan la Falange y el Tradicionalismo son, salvo diferencias de matiz que no los desvirtúan, los mismos5.

El historiador Codón pudo escribir hace unos años un libro sobre el sindicalismo en Mella y el tradicionalismo en José Antonio, apoyándose justamente en la concordancia existente entre ambas figuras de la política española.

Escritores falangistas, tradicionalistas y contrarrevolucionarios como Miguel Argaya, Andreas Boehmler y Luis María Sandoval, entre otros, han reconocido así mismo, la influencia del pensamiento tradicionalista español en José Antonio.

En efecto, tanto la Falange como el carlismo coinciden en hacer de la interpretación católica de la vida el eje y fundamento de sus doctrinas.

También coinciden en su concepto de España. No lo digo yo, lo afirmaba en 1968, durante el II Congreso de Estudios Tradicionalistas, nada menos que Francisco Elías de Tejada: “su férvido españolismo, y su vocación de tradicionalista, pusieron en labios de José Antonio Primo de Rivera una definición de las Españas que coincide a la letra con nuestra concepción de la monarquía federativa”6.

Lo que muchos tal vez ignoran es que también entre el pensamiento económico del carlismo y el del nacionalsindicalismo existe una impresionante concomitancia. Concomitancia que, lejos de reducirse, se ha acentuado cada vez más con el paso de los años.

¿Acaso no nos parece estar leyendo a José Antonio cuando vemos las críticas de Mella a la economía liberal?

“La economía individualista, -según el verbo de la Tradición- con tanto calor defendida y propagada por los doctores del liberalismo como la panacea universal de los males sociales, ha venido de consecuencia en consecuencia a entronizar de nuevo la esclavitud en los talleres y en las fábricas.

Incapaz de conocer el fin, y, por lo tanto, la misión del Estado y la esfera de su acción, se alarma a la menor tentativa encaminada a reglamentar el trabajo y a impedir la explotación capitalista, como si viese aparecer el socialismo; y pide a los poderes públicos que se crucen de brazos.

La economía liberal comenzó por romper todo vínculo moral entre patronos y obreros, y, en vez de depurar y perfeccionar las antiguas instituciones gremiales, las pulverizó, entregando a los trabajadores el cetro de una libertad que ha concluido por convertirlos, según la frase de Lasalle, en unos “esclavos blancos”.

Y así tenía que suceder; porque, desde el momento en que las relaciones entre patronos y obreros se fijan únicamente por la ley de la oferta y la demanda, el trabajo queda reducido a una mercancía y la persona humana que le realiza a una máquina de producción; es decir, a una cosa, lo mismo que en la sociedad pagana.

Así se cumple la regla de Cobden: Si dos obreros van detrás de un patrono, el salario baja; si dos patronos van detrás de un obrero, el salario sube. El contrato de trabajo se reduce a una compraventa, y el obrero no es más que una cosa que se adjudica, en el mercado de la libre concurrencia, al mejor postor. ¿Y en qué se diferencia esto de la esclavitud? Esencialmente, en nada”7.

En otra ocasión Vázquez de Mella compara la economía liberal con la Doctrina Social de la Iglesia –Doctrina que es fuente de inspiración tanto para la Falange como para el Carlismo- y, de nuevo observamos la semejanza con el ideario joseantoniano. Según Mella, la economía liberal “había dicho que el trabajo era una mercancía que se regulaba, como las demás, por la ley de la oferta y del pedido, y la Economía social católica contesta: No; el trabajo, como ejercicio de la actividad de una persona, no es una simple fuerza mecánica, es una obra humana que, como todas, debe ser regulada por la ley moral y jurídica, que está por encima de todas las reglas económicas.

Esa Economía había dicho que el contrato de trabajo era asunto exclusivamente privado, que sólo interesaba a los contratantes; y la Economía católica contesta: No; el contrato de trabajo es directamente social por sus resultados, que pueden trascender al orden público y social; y la jerarquía de los poderes de la sociedad, y no sólo del Estado, que es el más alto, pero no el único, tienen en ciertos casos el deber de regularlo.

La Economía liberal había dicho que el principal problema era el de la producción de la riqueza, y la Economía católica contesta: No; el principal problema no consiste en producir mucho, sino en repartirlo bien, y por eso la producción es un medio y la repartición equitativa un fin, y es invertir el orden subordinar el fin al medio, en vez del medio al fin.

La Economía liberal decía: Existen leyes económicas naturales, como la de la oferta y la demanda, que, no interviniendo el Estado a alterarlas, producen por sí mismas la armonía de todos los intereses. La Economía social católica contesta: No existen leyes naturales que imperen en el orden económico a semejanza de las que rigen el mundo material, porque el orden económico, como todo el que se refiere al hombre, está subordinado al moral, que no se cumple fatal, sino libremente, y no se pueden armonizar los intereses si antes no se armonizan las pasiones que los impulsan; y no es tampoco una ley natural la de la oferta y el pedido, porque ni siquiera es ley, ya que es una relación permanentemente variable.

La Economía liberal decía: La libertad económica es la panacea de todos los males, y la libre concurrencia debe ser la ley suprema del orden económico. Y la Economía social católica contesta: No; el circo de la libre concurrencia, donde luchan los atletas con los anémicos, es el combate en donde perecen los débiles aplastados por los fuertes; y para que esa contienda no sea injusta, es necesario que luchen los combatientes con armas proporcionadas, y para eso es preciso que no estén los individuos dispersos y disgregados, sino unidos y agrupados en corporaciones y en la clase, que sean como sus ciudadelas y murallas protectoras, porque, si no, la fuerza de unos y el poder del Estado los aplasta.

La antigua Economía liberal decía, refiriéndose al Estado en sus relaciones con el orden económico: Dejad hacer, dejad pasar. Y la Economía católica contesta: No; esa regla no se ha practicado jamás en la Historia. Los mismos que la proclamaron no la han practicado nunca; y es un error frecuente el creerlo así, en que han incurrido muchos, y entre ellos sabios publicistas católicos, por no haber reparado que la antigua sociedad cristiana estaba organizada espontáneamente y no por el Estado. Aquella sociedad había establecido su orden económico, y no a priori y conforme a un plan idealista, sino según sus necesidades y sus condiciones; y cuando el individualismo se encontró con una sociedad organizada conforme a unos principios contrarios a los suyos fue cuando proclamó la tesis de que no era lícito intervenir en el orden económico. Lo que era precisamente para derribar el que existía, por medio de una intervención negativa, que consistía en romper uno a uno todos los vínculos de la jerarquía de clases y corporaciones que lenta y trabajosamente habían ido levantando las centurias y las generaciones creyentes. Porque ¿qué intervención mayor cabe que romper una a una todas las articulaciones del cuerpo social y disgregarle y reducirle a átomos dispersos, para darle, a pesar suyo, la libertad del polvo, a fin de que se moviese en todas direcciones según los vientos que soplasen en la cumbre del Estado?

La Economía liberal decía... pero ¿a qué continuar, señores, si habría que recorrer todas sus afirmaciones y teorías para demostrar que sólo han dejado tras de sí, al caer sepultadas por la crítica, los escombros sociales entre los cuales corre amenazadora como un río de odio, que será después de lágrimas y de sangre, al través de todas las sociedades modernas, la que se llama por antonomasia la cuestión social, engendrada principalmente por la Economía liberal, que fue la pesadilla del siglo XIX y que es la premisa de las catástrofes el siglo XX?

La Economía liberal, que proclamaba la intervención del Estado en todos los órdenes que no le corresponden menos en el económico, aunque fuese hipócritamente, y para intervenir tanto como en los demás, negativamente y disolviendo, quiere ahora, en su segunda forma y en nombre de un socialismo de Estado (y de Estado son todos, aunque pudieran no serlo en una sociedad jerárquicamente organizada, pues podría darse el caso de invasiones socialistas de unas personas colectivas en otras), quiere, repito, en un socialismo llamado de Estado que es un colectivismo cobarde, como el colectivismo es un comunismo tímido y vergonzante, que al individualismo, al polvo y disgregación de abajo corresponda el Poder omnipotente de arriba y que sea el Estado el que resuelva con su acción legislativa todo el problema social”8.

Para Mella, al igual que para José Antonio “el capitalismo actual, el régimen en que vivimos, que no responde a un ideal de justicia y de caridad, aunque conserve dentro de sí algunos restos del régimen cristiano, no puede subsistir mucho tiempo. No es ya la expresión del orden que defendemos nosotros, inspirado y limitado por los deberes de caridad, y es de creer que sucumba; pero, ¿hacia qué lado caerá la sociedad cuando haya sucumbido? El tránsito puede ser hacia el catolicismo o hacia el socialismo”9.

Y frente a ese capitalismo liberal, Vázquez de Mella sugiere una solución que se nos antoja similar al sindicalismo de la Falange: “Nosotros creemos que deben coexistir las dos formas de la propiedad: la individual y la corporativa, y creemos que una red de Sindicatos agrícolas y obreros, formando Federaciones y extendiéndose por los valles y montañas, puede, no sólo emancipar los municipios, sino mejorar la condición de los trabajadores”10.

Tampoco es posible dejar de percibir el parecido entre la doctrina social joseantoniana y la expuesta en el libro Qué es el carlismo, de Elías de Tejada.

Veamos qué dice: “El Carlismo sabe que los males de la sociedad de hoy -los totalitarismos (socialistas, democráticos o contestatarios) del siglo XX- son simplemente la herencia natural de los dos grandes errores combatidos sin cuartel por los soldados de la tradición de las Españas: el absolutismo del siglo XVIII y el liberalismo del siglo XIX.

Fueron, en efecto, el absolutismo y su hijo directo el liberalismo quienes han acarreado las más graves tensiones presentes. A saber: la ruptura de la unidad católica y el descreimiento de las masas; la transformación de los puros sentimientos regionales de marchamo tradicional en separatismos de color nacionalista; la entrada de las masas en la escena social, a causa de la explotación del hombre por el hombre, secuela del triunfo de la egoísta burguesía forjada artificialmente por el poder madrileño para sostén de la dinastía usurpadora; los abusos del capitalismo despiadado y acristiano, con la consiguiente reacción de enfrentamiento entre ricos y pobres (según la visión cierta de Carlos Marx de que la burguesía es el tránsito necesario desde la ordenación tradicional de la sociedad, rota por los burgueses liberales, a la hegemonía del proletariado, continuador por antítesis dialéctica a lo hegeliano de los efectos demoledores del individualismo económico burgués); la destrucción de los cuerpos sociales básicos e intermedios -familia, municipio, comarca, región, federación, universidad, iglesia, gremio, aristocracia y ejército- hasta dejar en pie, frente a frente sobre el horizonte apocalíptico de un desierto social, al individuo y al Estado.

El Carlismo postula para el individuo, en cuanto tal, el derecho a la existencia digna y suficiente, tanto en lo cultural como en lo material. Por eso, sin caer en el error de los igualitarismos de nombre y fachada, rechaza el Carlismo tanto los desniveles anticristianos de las sociedades capitalistas, hijuelas de la herejía protestante, cuanto los desniveles políticos creados en los sistemas totalitarios a favor de las "nuevas clases" compuestas por los privilegiados miembros de los partidos únicos.

En la ordenación de los bienes materiales, el Carlismo niega, de una parte, el capitalismo liberal, que traslada a la economía las pugnas de los egoísmos infrahumanos y que termina en la esclavitud de los asalariados por parte de los propietarios de los medios de producción. Y, de otra parte, niega el Carlismo también la estatificación de los medios de producción, que agrava el mal al entregar a los asalariados indefensos en manos de un propietario único, monopolista absoluto, el Estado totalitario, señor de poderes plenos, irresistibles y exclusivos.

Esto significa que el Carlismo defiende la propiedad privada frente al socialismo y la propiedad colectiva frente al individualismo. Y por eso el foralismo significa la simultánea defensa de la propiedad individual y de la propiedad estatal, dentro de un sistema de propiedad social. Así es como el Carlismo se suma a las corrientes socializadoras de la época, postulando que la propiedad no sea en exclusiva de los individuos o del Estado, sino de los individuos como tales, de los cuerpos sociales como tales y del Estado como tal, en las proporciones variables que cada momento aconsejen.

Al requerir como de máxima urgencia la constitución de economías sociales, el Carlismo rehuye tanto el individualismo burgués como el estatismo marxista. Porque es cierto que el individuo necesita la propiedad de algunas cosas para su normal desenvolvimiento, y que el Estado necesita también de propiedad para cumplir sus objetivos debidamente. Pero la forma normal de la propiedad es la de la libre participación de los individuos en los bienes de organismos sociales, desde la familia al municipio o al gremio, forma que asegura la libertad individual, al par que garantiza a cada hombre un puesto activo dentro de la vida colectiva.

Disminuyendo al máximo la propiedad individual y la estatal, el Carlismo conoce primordialmente las formas de propiedad social, cuyos sujetos sean la familia, el municipio, las agrupaciones profesionales y las sociedades básicas restantes. Y de acuerdo con ello, el Carlismo condena expresamente la desamortización de los bienes de las comunidades en el expolio con que la dinastía usurpadora fraguó artificialmente una clase burguesa de enriquecidos por méritos de favor político, a fin de sostenerse en el trono usurpado, exigiendo la reconstrucción inmediata de los patrimonios sociales, especialmente de los municipales, previa indemnización a los poseedores de buena fe.

El Carlismo sostiene que el proletariado campesino surgió en España a resultas de la desamortización. Por eso postula la realización de una reforma agraria, que reconstruya la propiedad social de las comunidades territoriales. Para llevar a cabo esta reforma agraria de un modo inmediato postula la autorización del pago de indemnizaciones a poseedores de buena fe con títulos de deuda local, en el marco de un régimen financiero especial y transitorio. Por aquí habrá de buscarse también la creación de patrimonios familiares indivisibles en arriendos de noventa y nueve años, haciendo realidad la reforma agraria inaplazable. El resto de las propiedades agrarias será sujeto al cauce de propiedades empresariales, estableciéndose la participación proporcionada de los ahora asalariados en los beneficios de tales empresas.

La economía industrial o mercantil adoptará la forma patrimonial de las propiedades familiares o empresariales, con proporcionada participación en los beneficios de cuantos intervienen en el proceso de la producción o en el ciclo comercial. Una legislación especial canalizará el ahorro con miras a dar al accionariado popular influjo decisivo en la vida de las grandes sociedades anónimas. Pero, en lugar de ellas, que llevan el estigma de la explotación capitalista, el Carlismo sostiene con la doctrina social católica la conveniencia de fomentar por todos los medios las cooperativas de producción y de consumo.

El Carlismo considera a la banca como servicio público, regulado por ley adecuada que ordene sus actividades al servicio de la comunidad nacional, tanto en la canalización del ahorro privado, como en el uso del numerario. En todo caso, fomentará la actividad bancaria de los organismos sociales capacitados para ella, sustituyendo el ordenamiento bancario estatal o individualista, por instituciones bancarias profesionales o gremiales, municipales y regionales.

El Carlismo preconiza la intervención del poder público -regional o estatal según los casos fijados por la ley- en la economía a fin de garantizar el bien común y que el desarrollo económico sea también un desarrollo social. Por lo tanto sostiene el deber en que está el mismo de lograr algunos fines como los siguientes:

Encauzar las economías privadas al servicio del bien común en función de los planes generales de desarrollo económico.

Fiscalizar la rentabilidad de las empresas y censurar su administración en los aspectos técnico-jurídicos.

Garantizar la libertad de asociación profesional y encauzarla a la defensa de los intereses económicos de quienes legalmente puedan asociarse para tales fines.

Impedir el "lock-out" siempre, y la huelga cuando se trate de huelgas "subversivas" o "salvajes".

Garantizar un salario mínimo vital personal y familiar, complementado siempre por la parte de los beneficios empresariales, en las cuantías fijadas por el Consejo Social Regional respectivo, dentro de los límites fijados anualmente por el Consejo Social Real.

Baste con los anteriores ejemplos para el fin que se perseguía. El Carlismo es consciente de que una sociedad auténticamente cristiana exige que todo hombre sea propietario de bienes bastantes para atender sus necesidades, según el tipo de vida medio del ambiente en que viva. Por eso, la meta de la política social carlista es acabar con las injustas desigualdades en la posesión de las riquezas, propiciar una justa redistribución de los medios económicos y proporcionar sin excepción a todos los españoles una parte conveniente en forma de propiedad familiar o por participación en las propiedades sociales. No puede sentir la grandeza de la patria, ni se puede sentir llamado a cumplir la misión de las Españas, quien no esté integrado plenamente en ellas por no pertenecer a las instituciones políticas y económicas que las constituyen. Esto es justamente lo que pasa cuando la propiedad es individualista -concentrándose en unas pocas manos- o estatal -concentrándose en una sola-.

Y esto es justamente lo que pasa, asimismo, cuando la representación es inorgánica o cuando no hay representación política ninguna, como ocurre respectivamente en el liberalismo y en el socialismo. Por eso propugna el Carlismo una propiedad social y una representación corporativa, que considera los precisos instrumentos forales capaces de eliminar para siempre al mero asalariado, vendedor de trabajo propio y de votos electorales prestados, sin arraigo social efectivo, y vergüenza de una comunidad que quiera merecer el calificativo de cristiana”11.

Por último, y como definitiva demostración de la convergencia existente entre el pensamiento económico falangista y el carlista, nada mejor que pararse a estudiar la radical crítica al capitalismo de Álvaro D´Ors, tan en consonancia con el desarrollo teórico del nacionalsindicalismo llevado a cabo por falangistas como Arrese y Miguel Argaya.

Álvaro D´Ors, viejo carlista, prestigiosísimo catedrático de Derecho en las universidades de Granada, Santiago y Navarra, autor de numerosos libros y artículos, e hijo del famoso filósofo Eugenio D´Ors, es uno de los pensadores tradicionalistas que más se han preocupado de analizar, desde una perspectiva puramente cristiana, los orígenes, la esencia, y los efectos del capitalismo, así como aportar posibles soluciones frente a él.

Para Ors12 “el Capitalismo convierte al hombre en un instrumento de producción, contra lo que Aristóteles decía de la “mano de obra” de su época, pero, al mismo tiempo, en un voraz consumidor, también contra la idea más elemental de la naturaleza humana. Es una más de las contradicciones en que incurre; como otra es la de que, al aumentar excesivamente la producción, viene a caer en el desempleo laboral; o la de defender la competitividad y facilitar, al mismo tiempo, el monopolio. Pero la raíz de toda la falacia capitalista está en el principio de que el dinero está desti­nado a reproducirse: la usura”.

“Con toda consecuencia, Aristóteles condena toda usura (obo­lostatiké) como contraria a la naturaleza de las cosas, concreta­mente, a la del mismo dinero (1258 b). Porque el dinero tiene como fin el servir para el intercambio de bienes y no el de repro­ducirse, como parto (tókos) de sí mismo; los intereses del dinero son, pues, “hijos del dinero” (nómisma nomísmatos). Son, por lo tanto, el modo de adquisición más contrario a la naturaleza, y, por ello, justamente odiado”.

“A esta misma conclusión debe llegar la teoría jurídica no per­turbada por la influencia crematística. Porque, siendo el dinero una cosa consumible, cuyo fin es su consumición jurídica, el “gastarse”, y no siendo posible que las cosas destinadas al consumo se repro­duzcan en forma de frutos, se concluye que el dinero no puede producir más dinero, a modo de fruto civil, es decir, de “renta””.

“No se trata aquí de poner un límite al préstamo de interés, como ha hecho la doctrina tradicional, sino de negar que el inte­rés sea fruto del dinero prestado; la consecuencia principal de esto está en negar que el inversionista aporte a la sociedad un bien productivo que le pueda justificar como “socio”; siendo así que sólo es un prestamista, un acreedor que queda fuera de la sociedad empresarial”.

“Si el préstamo va acompañado de una obligación de intere­ses, tenemos una promesa que aumenta la cantidad prestada en razón del aplazamiento de su devolución, casi como una pena, aunque convencional, por el retraso; es la misma razón que jus­tifica los intereses moratorios que puede fijar un juez, o el aumento del precio de una compraventa por el convenio de su pago “a plazos”, porque” también el precio aplazado es dinero acreditado, es decir, prestado”.

“Lo que aquí importa dejar aclarado es que el dinero, por su misma naturaleza de bien consumible, no puede, en buena medida, rentar intereses”.

“El fraude doctrinal a esta evidencia jurídica puede atribuirse a la Ética calvinista y, concretamente, a Demoulin, que llegó a negar el carácter consumible del dinero por la engañosa razón de que las monedas no se consumen físicamente por su uso, sin distinguir que la consumibilidad puede ser, no sólo física, sino también jurídica. Pero su doctrina ha sido fundamental para toda la Ética económica de la modernidad.”

“La palabra latina reddere significa “dar algo en propiedad a alguien”. La lengua española deriva de ella dos verbos distintos: “rendir” y “rentar”. El objeto propio de “rendir” son los “servi­cios”; el de “rentar”, el “dinero”. Tenemos en esta distinción la misma que debe hacerse entre los “servicios” de la Economía y las “rentas” de la Crematística, e, indirectamente, entre la felici­dad y el placer: un gran reto para el hombre de nuestro tiempo”.

“El Capitalismo, partiendo de que el dinero ha de rentar, no sólo ha erigido al dinero -un dinero ya abstracto, no corporal- en patrón y medida del valor de todas las cosas, sino en estímu­lo y fin de toda la actividad humana. De este modo, el hombre ha dejado de ser considerado por sus “virtudes”, para serlo por la rentabilidad de sus “valores”. Consecuentemente, la “filosofía de los valores” debe ser entendida como la propia del Capitalis­mo”.

Comentando la encíclica Centesimus annus de Juan Pablo II, Álvaro D´Ors13 defiende, frente a la economía capitalista, tres principios que él considera centrales:

La libertad de mercado limitada, el pleno empleo, y la participación de los trabajadores en la empresa.



Cuando habla de la libertad de mercado, la presenta –siguiendo al Papa- como “una exigencia natural, que hace posible la iniciativa personal para satisfacer las lícitas necesidades, no sólo del consumo, sino de la justa ganancia de quien lo facilita”. Pero inmediatamente subraya –contra el parecer de los ideólogos del liberalismo, que idolatran el mercado- que la libertad de mercado debe estar limitada, pues sin tal limitación puede llegar a ser injusta. Limitación que corresponde al poder público, que debe defender los bienes colectivos, e imponer un marco jurídico a la libre contratación, “para evitar que el trabajo se convierta en una mercancía más”.

El principio del pleno empleo, según él, “habrá de ser mal recibido por los economistas del capitalismo hoy dominante, para los que una imposición del pleno empleo resulta intolerable en los momentos de actual tecnificación del proceso productivo y progreso incesante de una mecanización que desaloja la contratación de la mano de obra, cada día más onerosa”.

En opinión de Ors, el principio de pleno empleo “debería entenderse como absoluto, por la superior razón moral de que, siendo el trabajo el medio ordinario de santificación de los hombres, no es lícito en modo alguno –es decir, sean cuales sean los resultados desfavorables para la rentabilidad empresarial- que se impida a nadie que quiera trabajar el encontrar un puesto de trabajo con miras a su propia santificación”.

Nuestro autor considera que el principio de pleno empleo debe ser impuesto de manera coactiva a las empresas por el poder público, desapareciendo, de ese modo los seguros estatales por desempleo.

“Al renunciar al pleno empleo coactivo, viene a admitirse que el principio del pleno empleo debe subordinarse a las exigencias económicas de la técnica empresarial. De este modo, la afirmación de pleno empleo no pasa de ser un simple deseo moral, pero no realizable ante las exigencias de la rentabilidad empresarial, de las que, por lo demás, difícilmente podrían verse libres las mismas empresas concurrentes fomentadas por el Estado”. “Sólo si se admite la coactividad, sometida a un régimen jurídico razonable, pero total, puede llegar a tener efectividad el principio pontificio de pleno empleo. El régimen de indemnización por desempleo admite ya la prioridad de los intereses materiales de las empresas, y sustituye un bien moral posible por una compensación meramente pecuniaria. Esto, aparte los conocidos abusos del régimen estatal del desempleo retribuido”.

“Si la propiedad debe subordinarse al bien común, también la empresa debe subordinarse al bien del pleno empleo”.

Cuando trata del principio de la participación de los trabajadores en la empresa, Ors aclara que no se trata de “la ya ensayada y se puede decir que fracasada fórmula de convertir a los trabajadores, con sus ahorros, en pequeños inversionistas de la empresa en que trabajan, sino de darles entrada en el proceso de la toma de decisiones sobre el gobierno de aquélla”.

“La empresa debe ser concebida como una forma de comunidad de hombres cuya finalidad no es simplemente la producción de beneficios, sino la subsistencia de la misma empresa para la satisfacción de las “necesidades fundamentales”, al “servicio de la sociedad entera””.

“El hombre, aunque se halle contratado como trabajador, no está destinado para producir sino tan sólo para servir”. “Esto tiene especial importancia, porque, si se reconoce que la empresa es una comunidad de hombres y los hombres no están destinados a producir, se debe concluir que la empresa, como tal, aunque tenga un resultado productivo de bienes y de beneficios para sus socios, no puede ser considerada, tampoco ella, como destinada a la producción, sino, según justamente dice el Papa, a la satisfacción de las necesidades fundamentales, en primer lugar de los que la integran, es decir, ante todo, de los mismos trabajadores y de sus familias”.

Partiendo de estas consideraciones Ors está en desacuerdo con la teoría de que “el inversionista, es decir, el que aporta dinero y no trabajo, forma parte integrante de esa comunidad que es la empresa”, y rechaza la idea de que “conforme a la doctrina mercantilista, de claro abolengo capitalista, los socios pudieran ser, unos capitalistas, y otros, industriales”. Está en contra de que se estime el capital como “el elemento fundamental de la empresa”, e incluso de que se haga una valoración moral positiva de la inversión, porque “esta valoración moral de la inversión relativiza el principio de la necesaria participación del trabajador en la empresa y la calificación de ésta como verdadera comunidad de hombres y no de bienes. En efecto, parece evidente que la participación en las decisiones de la empresa debe ser, por justicia, en cierto modo proporcional a la importancia de lo que cada socio aporta y, si se admite que el inversionista sea socio, parece inevitable que su aportación habrá de ser siempre más valiosa que la de los trabajadores singularmente considerados, de suerte que sólo la unión organizada de los trabajadores puede equilibrar la prepotencia del inversionista, con lo que resulta difícil evitar la contradicción entre trabajadores e inversionistas, es decir, algo que puede degenerar en esa “lucha de clases” que precisamente condena la doctrina pontificia”.

Por ello, Ors cree –como ya hemos visto más arriba- “necesario llegar a la conclusión de que esa comunidad de hombres que, según el Papa, debe ser toda empresa, resulta de hecho incompatible con la existencia de socios que sean simples inversionistas, que no están en la sociedad ellos mismos, como hombres, sino sólo por sus capitales. Esta conclusión no deja de ser, es verdad, absolutamente contraria a los postulados del capitalismo, pero es precisamente conforme con esa crítica fundamental del capitalismo que da el sentido general a toda la encíclica”.

“Es más: esta negación del carácter de socio del inversionista viene también impuesta por una consideración jurídica elemental, y, en mi opinión –escribe Álvaro D´Ors- decisiva, que es el hecho de que las cosas consumibles, como es el dinero aportado por el inversionista, no pueden producir frutos, se entiende frutos civiles, como se pretende que son los intereses del dinero. Quiero decir con esto que el inversionista debe ser considerado como prestamista, y no como socio de la empresa. Los intereses del capital que él aporta pueden variar en razón de los beneficios obtenidos por la empresa, pero él queda siempre fuera de la relación social, no se integra en la empresa; de hecho, el inversionista no tiene más participación moral en el conjunto de la empresa que el de los intereses que ésta le pueda devengar por el préstamo que de él recibió, siendo así que lo esencial en todo contrato de sociedad es la existencia de un vínculo de participación en la gestión y riesgo del negocio común no reducida al derecho de cobrar unos intereses en cualquier momento transferible”.

“La afirmación de que la empresa es una comunidad de hombres que trabajan unidos, desde los gerentes a los más humildes operarios, debe entenderse con una limitación, y precisamente por una razón similar a la que induce a excluir como socio al mero prestamista, que es la de que el trabajador que no participa en la suerte de la empresa, sino que se limita a contratar con ella el cambio de una cantidad de trabajo por un precio o salario, tampoco puede ser considerado como socio, sino como simple jornalero: no le importa la empresa, sino sólo su jornal, como al inversionista sólo interesa el dividendo”

“Así, pues, ni el inversionista mero prestamista, ni el trabajador mero jornalero son realmente socios, sino que sólo merecen tal consideración los que participan más personalmente, moralmente, en la suerte de la comunidad humana que debe ser la empresa y, por ello, pueden intervenir en el proceso de sus decisiones, en proporción a la relevancia de su respectiva aportación laboral”.

“La acertada idea pontificia de la empresa como comunidad de hombres, excluye que puedan ser socios de ella tanto los puramente inversionistas como los puramente jornaleros: sólo quien trabaja con responsabilidad puede ser considerado socio y participar en la gestión empresarial”.

En un libro publicado dos años antes de la caída del muro de Berlín14, Ors predice el entendimiento entre el capitalismo y el comunismo (con predominio del primero sobre el segundo) sobre la base del materialismo común a ambos, aliados en la construcción de un Nuevo Orden Mundial anticristiano.

“Como la pieza fundamental del Capitalismo es el liberalismo de la Economía de mercado, y ésta postula la intensificación del consumo como manera de aumentar la producción, y con ello la riqueza, la polarización actual del mundo (en 1987) puede enunciarse también como entre Comunismo y Consumismo”.

“El Capitalismo es, como se reconoce, un resultado de la Revolución protestante, pero que ha provocado como reacción la nueva Revolución comunista; así, el Comunismo puede ser considerado como un subproducto de la Reforma, aunque, aparentemente, se haya alejado de los principios propiamente protestantes: el Comunismo como reacción frente al Consumismo”.

“Como la ciencia económica ha sido elaborada por el liberalismo capitalista, es comprensible que, desde el punto de vista puramente económico, el Capitalismo sea reconocido como mucho más productivo de riqueza que el colectivismo comunista. El Comunismo, por su parte, sólo puede argumentar con vagas razones de justicia social, es decir, morales. De ahí que, en la actualidad, y en contra de lo que preveían los fundadores del Comunismo, éste haya dejado de ser una doctrina económica válida para convertirse en una ideología humanitaria, y pueda, como tal, hacer las veces de una religión”.

“Esta polarización de concepciones totales de la vida adquiere especial virulencia por el hecho de haberse hecho dominante en unos respectivos grandes espacios. Esto ha favorecido la idea de que el mundo se halla hoy dividido en dos grandes bloques hostiles: Oriente y Occidente”.

“Sin embargo, bajo las manifestaciones de tensión bélica existe oculto un sólido entendimiento económico que actúa, no como unidad de Amor universal, sino movido por intereses puramente materiales”.

“¿Cuál es la base positiva de entendimiento entre el Comunismo y el Consumismo? Ambos se fundan en una visión materialista”.

“Sobre la base del común materialismo y reconociendo la superioridad económica del Consumismo occidental, el Oriente tiene interés en salvar la desventaja que también reconoce en el campo de la Tecnología, y por eso se aviene a importar de la otra parte ese mayor desarrollo económico, ofreciendo, en cambio, una ampliación de nuevos mercados y, al mismo tiempo, una mano de obra a bajo precio. Pero todavía, como ese trato no acaba de cubrir los respectivos intereses, se añade el pacto de favorecer la ideología marxista que inspira el Comunismo a cambio del respeto por las condiciones económicas del Capitalismo. De este modo, ambas partes, a la vez que obtienen de su acuerdo básico las máximas ventajas, no pierden ciertas expectativas de recíproca anulación en el futuro. En efecto, el Capitalismo parece haber entregado al Comunismo todo lo relativo a las personas, en tanto que se reserva para él el control de las cosas, y, con este reparto, el Comunismo no pierde la esperanza de, llegando a cambiar la mentalidad de las personas, alcanzar un día un dominio universal, en tanto el Consumismo capitalista cuenta con la seguridad de que la misma facilidad y aumento del consumo relajará inexorablemente la ortodoxia de la otra parte. En otras palabras: el Comunismo aspira a convertir a los hombres –como hacen las religiones- y el Capitalismo prefiere corromperlos con la mayor riqueza que él puede producir. En cierta medida, esta mayor eficacia de la corrupción que de la conversión puede apreciarse ya, pues no sólo la acción proselitista del Comunismo no ha podido alterar el ritmo consumista del hemisferio capitalista, sino que en el mismo terreno del Comunismo, la corrupción hedonista del Consumismo parece estar dejando sin juventud a la ortodoxia comunista”.

“Es previsible, pues, que si el rumbo de ese entendimiento de Este-Oeste no cambia, el Consumismo del Oeste acabará por prevalecer, aunque sin perjuicio de una amplia difusión de unas teorías marxistas sin consecuencias económicas, pues en nada deben perjudicar, para ser toleradas, los negocios del Capitalismo. Ésta parece ser la entente que subyace bajo las apariencias de hostilidad entre el Este y el Oeste, entre Comunismo y Consumismo”.

Álvaro D´Ors termina su libro diciendo: “Todos los organismos actuales de aparente pacificación y organización internacional son, como el mismo Estado soberano sobre cuya crisis han venido a nacer, esencialmente anticristianos”.

“No quisiera ocultar mis reservas frente a aquellos que, ante el conflicto Este-Oeste al que antes nos hemos referido, toman decidido partido por el Oeste: prefieren el Consumismo al Comunismo. Esta opción, corriente en España como en todo el Occidente, es explicable, pero no sé si es del todo acertada; en todo caso, estamos de nuevo en el error de la política del “mal menor””.

“Es evidente que en el hemisferio del Consumismo la vida es más llevadera, y no deja de haber aquí un cierto aire de libertad, aunque las elecciones suelen estar muy condicionadas por la seducción de masas, que ha alcanzado una perfección técnica irresistible, y que esta apariencia de libertad falta en el hemisferio comunista. Pero no es menos cierto que el deterioro humano del Consumismo, al ser más placentero e insensible, resulta por ello mismo mucho más letal que la brutal disciplina del Comunismo. Éste, por lo menos, puede hacer mártires, en tanto el Consumismo no hace más que herejes y pervertidos”.

Nadie podrá negar que esta clarividente profecía del viejo profesor carlista se ha venido cumpliendo, desde la caída del muro hasta hoy, al pie de la letra.

Ni creo que nadie pueda negar que cualquier falangista suscribiría, punto por punto y hasta la última coma, las ideas expuestas por Álvaro D´Ors.

1 Palabras de homenaje a Oreja Elósegui, pronunciadas por José Antonio Primo de Rivera, en el Parlamento, el 9 de noviembre de 1934.

2 José Antonio (Biografía apasionada). Felipe Ximénez de Sandoval. Fuerza Nueva Editorial, S.A. 1980. Pág. 55

3 ¿Bandera que se alza? Víctor Pradera. Acción Española, nº 43. Pág. 643. 16 de diciembre de 1933

4 Preludios de una crisis histórica. José Luis Zamanillo González-Camino. Santander. 1977

5 Espíritu y vida en los Tercios de Requetés. Javier Nagore Yarnoz. Conferencia pronunciada en la Gran Peña, de Madrid, el 1 de marzo de 1990

6 Discurso inaugural del II Congreso de Estudios Tradicionalistas, pronunciado por D. Francisco Elías de Tejada y Spínola el 9 de marzo de 1968

7 La Iglesia y el problema social. Juan Vázquez de Mella y Fanjul. 9 de noviembre de 1889. Obras Completas de Vázquez de Mella (OCVM) . Temas sociales. Tomo I. Págs. 23-25

8 La cuestión social. Juan Vázquez de Mella y Fanjul. (23 de abril de 1903). (OCVM) . Regionalismo. Tomo I. Págs. 106-119

9 Juan Vázquez de Mella y Fanjul. 14 de abril de 1921. (OCVM). Temas sociales . Tomo II. Pág. 183

10 Dos formas de la propiedad. Juan Vázquez de Mella y Fanjul . (28 de abril de 1916). (OCVM). Regionalismo. Tomo I. Pág. 276

11 ¿Qué es el Carlismo? Edición cuidada por Francisco Elías de Tejada y Spínola, Rafael Gambra Ciudad y Francisco Puy Muñoz. Centro de Estudios Históricos y Políticos “General Zumalacárregui”. Escelicer. Madrid. 1971

12 La crematística. Verbo, num. 385-386. 2000. Págs. 383-386

13 Verbo, núm. 297-298. 1991. Págs. 1069-1082

14 La violencia y el orden. 1ª ed. en Ediciones Dyrsa. (Madrid, 1987). 2ª ed. en Editorial Criterio-Libros (Madrid, 1998)


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