Hay quienes consideran que la Escuela Pública no
debe adoctrinar a los estudiantes.
En un Estado como el actual, laicista y
partitocrático, carente de una ortodoxia pública acorde con el orden moral
objetivo y a expensas de las distintas ideologías, más o menos perversas, de los
partidos que se turnan en el poder, estoy de acuerdo. Lo mejor es que la Escuela
Pública se limite a instruir a nuestros jóvenes en materias carentes de
trasfondo moral o ideológico.
Pero el problema de fondo no es de adoctrinamiento
o no. Muchos de los que defienden el no adoctrinamiento en la enseñanza pública
cuando los gobiernos tratan de promover la ideología de género o cualquier otro
tipo de perversión moral, seguramente estarán muy contentos cuando la Escuela
Pública enseña a respetar los derechos humanos, amar la democracia y otras cosas
por el estilo. Sin embargo, también esto es adoctrinar, es decir: inculcar ideas
o creencias.
Lo grave no es adoctrinar, sino pervertir, corromper y engañar. Es
decir, inculcar ideas o creencias que son malas o falsas.
Por eso yo sugeriría a
los políticos y comunicadores que, más que proponer el no adoctrinamiento en la
enseñanza pública propongan la no perversión y el no engaño.
Claro que ello
conlleva no limitarse tan solo a defender la libertad individual para elegir o
rechazar doctrinas, sino el reconocimiento del bien y de la verdad objetivos, de
que por encima de la libertad están el bien y la verdad y de que cuando permitir
la elección del mal y del error puede afectar gravemente al bien común de la
sociedad y a la integridad física o moral de las personas víctimas de la
perversión y el engaño, puede la comunidad política -y en algunos casos debe-
limitar esa libertad, prohibir la perversidad y el error y preservar el bien y
la verdad.
José María Permuy
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